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EL ESTE CAMBIA

La mala racha de Gorbachov

Los soviéticos pierden interés en la `perestroika' ante las dificultades económicas del día a día

Pilar Bonet

Con los días grises y menguantes del otoño, la hora del desencanto ha llegado a la URSS y la magia de Gorbachov ha perdido su poder sobre una población que pasa cada vez más trajines para obtener los productos básicos. Hoy falta el arroz; ayer, el café; a principios de curso, los cuadernos escolares. El azúcar está racionado desde hace meses. No hay baterías para los coches, que circulan por Moscú con los cristales rajados o sin ellos porque la fábrica que los producía o ha dejado de hacerlos o no los hace en suficiente cantidad.

Cada mañana, como si de un parte de guerra se tratase, la radio informa del número de vagones por descargar en las cercanías de la capital. El locutor lee el número de toneladas de muebles, kilos de detergente, mercancías de importación que contienen esos vagones anhelados, mientras la gente se pregunta si falta mano de obra, combustible, grúas, camiones o todas estas cosas a la vez. En el mismo programa matutino, entre ritmos de rock y tablas de gimnasia para despertar y agilizar a las almas y cuerpos dormidos, suele aparecer uno de los dirigentes de la comisión especial de gobierno de la región de Nagorno Karabaj. Es el coronel Kisiliov, que por teléfono cuenta cómo van las cosas en el enclave libanizado del Cáucaso, donde los trenes son también protagonistas. Trenes asaltados, apedreados, vacíos, llenos de verduras podridas, que: llegan o no llegan a su destino, según les dejen pasar los azerbaiyanos airados.El país está de mal humor y las vibraciones de los ciudadanos llegan a ser siniestras. "Al menos, en tiempos de Breznev había cosas en las tiendas" es una de las frases más habituales del otoño.

Tal vez la situación de este país rico y grande no sea vista globalmente y por un economista occidental tan desesperada como la perciben sus propios habitantes, propensos a los estados de ánimo extremos, pero lo cierto es que el ambiente es de gran pesimismo y miedo, una vez pasada la euforia del verano, cuando muchos concebían esperanzas de mejoras a corto plazo.Un jurista que participa en las tareas legislativas del Parlamento comparaba a la URSS con un hombre jactancioso dispuesto sin entrenamiento alguno, a levantar unas enormes pesas. El individuo concentraba todas sus fuerzas y levantaba las pesas un instante. Al dejarlas caer desesperadamente descubría que se había roto la columna vertebral en el esfuerzo, una metáfora del estado de superpotencia.

Gorbachov vive, en opinión de algunos intelectuales, un instante trágico y una paradoja amarga. Habiendo reunido en sus manos un inmenso poder formal, como presidente del Estado y secretario general del partido, se ve, sin embargo, cada vez más limitado en su capacidad de movimiento.

Falta de alternativa

En Polonia, Solidaridad ha sido una real alternativa de poder, pero en la URSS no hay nada parecido. El grupo interregional de diputados, en su rentrée otoñal, demostró estar bastante verde, pese a la pléyade de cerebros que en él se asocian. El Gobierno ha pedido medidas especiales para luchar contra las huelgas y la situación en el Cáucaso. Las huelgas han sido prohibidas en los sectores claves de la economía. En Moscú no se sabe aún cómo han acogido la prohibición los centenares de miles de mineros que se vieron colmados de promesas el pasado verano.

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Hoy el verano caliente de Kuzbas (donde se levantaron los mineros), va camino de convertirse en un invierno frío. El ministro del Carbón sugería incluso abolir las promesas hechas a los mineros. A éstos se les asusta con la responsabilidad por la crisis económica. La autogestión prometida es aún tema de regateo.

Los comités de huelga, que parecían dispuestos a comerse el mundo, son también hijos del sistema y éste, en parte, les ha engullido. Ya sea asustándoles con las consecuencias trágicas de una nueva huelga, ya sea asignándoles tareas de reparto de víveres y mercancías que les convierten en una sección burocrática más de la Administración local, incapaz de proporcionar jabón, chaquetas acolchadas para bajar a las minas o un mejor servicio de comidas en las cantinas. Los habitantes de Kemerovo acuden a ellos a pedir que les den piso, les pongan teléfono o les aseguren las raciones de azúcar.

También los diputados tienen que enfrentarse al acoso de un enjambre de peticionarios que se concentran en el hotel Moscú, residencia de los parlamentarios, a pocos pasos del Kremlin. El hotel ha sido acordonado por la policía desde que un grupo de armenios de Nagorno Karabaj tomó por asalto el vestíbulo.

De repente, los soviéticos se han sumido en una crisis de identidad. La idea del caos, del futuro negro, se ha apoderado de ellos. Emigrar es una puerta abierta a la salvación individual. Una puerta estrecha y que se cierra para la muchedumbre agolpada ante la Embajada norteamericana en Moscú y una puerta más desahogada para muchos de los astros de la perestroika, figuras de relumbrón que comienzan a pasar parte de su tiempo en el extranjero o sueñan con años sabáticos y ciclos de conferencias en Occidente, y piensan en las dulzuras de ser faro de la perestroika allende los mares. La dirección soviética se ha dado cuenta tarde de la importancia que tiene la lucha contra los privilegios en el ciudadano de a pie.

El Kremlin acaba de anunciar la disolución del cuarto departamento, donde son atendidos médicamente los altos funcionarios del partido. Tal medida, junto con el cierre de las tiendas especiales, suscita malestar en el aparato. Se ha logrado así un descontento general.

Los personajes más atractivos para los soviéticos son gentes como Boris Eltsin o Telman Gdlian, el fiscal rojo.

En este contexto, dos brillantes pensadores, Egor Kliamkin y Andranik Migronian, han causado un gran revuelo con su defensa de un modelo de transición autoritaria con una mano fuerte. Una idea que viene del vacío de poder generado por la falta de nuevas estructuras capaces de sustituir ya mismo a las viejas.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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