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Tribuna:LA CIUDAD Y EL PRÍNCIPE
Tribuna
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Y en Madrid, ¿qué?

El príncipe de Gales ha expuesto sus puntos de vista con humor, crueldad -hacia los arquitectos- y un cierto sentido mesiánico: sus mandamientos son 10. Es tradicional la vocación de los príncipes británicos hacia el mundo cultural-elitista. Eduardo, durante décadas heredero de la reina Victoria, motivó el nombre del traje por su elegancia, y el Albert Hall debe el suyo a la capacidad de promoción de Alberto Coburgo, consorte de la misma reina.Cumplen así una función intelectual pública en su cercanía o entrenamiento hacia la corona. Carlos IV, en España, mientras esperaba su turno, protegió a Villanueva y tanto la Casita del Labrador como la de los Infantes de El Escorial son preludio, nada menos, que del Prado. Carlos de Gales empezó a exteriorizar su juicio el año 1984, con motivo del concurso de ampliación de la National Gallery en Trafalgar Square. Durante estos años, y a la vista del eco que tuvo su acción, se ha aficionado al tema, asesorándose de especialistas que pertenecen inevitablemente a su entorno, en el que brilla, por un lado, el buen gusto, y en el que pesa, por otro, la nostalgia.

Leon Krier -tiene otro hermano también arquitecto-, hombre refinado, de poca e inmadura obra pero de conocimientos contrastados por su labor de cátedra, es su elegido. Con él al tablero se va a lanzar a desarrollar una ciudad ideal, en su ducado de Cornvall, para extender la ciudad de Dorchester, con la más alta de las ambiciones -enseñar- y sin la más difícil de las condiciones -el beneficio mercantil-.

La crítica ha visto en los dibujos ingenuidad y añoranza formal, pero gran riqueza de sugerencias urbanísticas. Las expectativas son apasionantes. Es bien sabido que la reina de Inglaterra está entre las cinco primeras fortunas del mundo y el príncipe quiere y puede dedicar una finca propia a este riesgo ejemplar. Con los años -van para cinco- de culto a su afición ha aprendido a distinguir perfectamente lo bueno, no sólo de las arquitecturas tradicionales, entre las que se educó, sino también entre las actuales. Lo que resulta más dificil es que corrija los errores que, con sus precipitados juicios, cometió durante el aprendizaje. Y esto es para mí lo que ocurre.

Valores tradicionales

Londres, como tantas otras ciudades europeas profundamente heridas en la guerra, sufrió una reconstrucción urgente en la que domina lo vulgar junto a la pérdida de valores tradicionales y de escala. La inteligencia socializante prestó su respaldo intelectual a aquel estilo al que identificó con el progreso. Cuando ha pasado el tiempo suficiente para mirar a la ciudad con perspectiva y serenidad ha surgido la reacción masiva que reivindica los anteriores ambientes, los tradicionales modos de hacer y las proporciones que fueron menospreciadas. Y brota espontáneamente la crítica en la que se puede descalificar a justos por pecadores. El príncipe Carlos se puso al frente de la reacción que su fino instinto le avisaba, y se ensañó con los autores de las piezas más señaladas que se levantaban en esta década: Stirling, Arup y Rogers. Así consiguió acercar el tema arquitectónico al ágora pública, lo que es de agradeder, especialmente por los arquitectos, tan necesitados del contacto popular para cimentar nustra obra en la realidad.

Aproveché mi estancia para ver, sentir y juzgar las últimas actuaciones de arquitectos tan principescamente vilipendiados. Arup está en tantas y es tan respetado en su profesionalidad que preferí dedicarme a los otros dos.

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Fui a la ampliación de la Tate Gallery de Stirling, cuya ejecución había seguido. Alberga la colección de dibujos, acuarelas y óleos de Turner. El interior, gracias a la junta del museo, hay una distribución ordenada y lógica que permite su visión en secuencia coherente. Apena que quien murió persiguiendo el retrato de la luz, lo que le anticipó a su tiempo, tenga que sufrir una iluminación artificial para corregir la que una arquitectura vacua no supo resolver.Indignaciones reales

Pero lo que realmente ofende, lo que me hizo disfrutar compartiendo indignaciones reales, es la apariencia externa de la ampliación. No respeta la arquitectura del cuerpo central del museo, ya que exhibe: en sus materiales, un surtido de ladrillos, recovos, carpinterías de colores distintos y cristal que ni recuerda a la piedra del original ni contrasta con él en diálogo e intención armónica; y en sus formas, caricaturas triangulares de arcos, miradores descolocados y demás amaneramientos posmodernos.

Se comprende, ante tamaño dislate, la reacción tanto de los indígenas como de quienes me acompañaban. Y viendo que uno de ellos, joven incontaminado, mostraba con sensibilidad y desparpajo su repugnancia razonada me lo llevé a la sede central de Lloyd's, protagonista arquitectónico indiscutible de La City, obra de Rogers. Quería ver si su crítica demoledora y desenvuelta se extendería a todo lo que no fuera clásico.

En el camino le preparé con una sola frase: el edificio que vas a ver tiene como objetivo un espacio interior de nitidez superlativa a costa de mostrar al exterior, con insolencia meditada, las servidumbres técnicas, estructurales, tuberías, núcleos verticales y elementos comunicadores. Temía yo, parcial al fin y al cabo, que aquel enjambre externo fuera a herir su sensibilidad (quizá porque con sus brillos, violentos aunque virtuosos, hería la mía) cuando, ya ante el rascacielos, le oí: "Me sorprende, me impresiona, no me atrevo todavía a decir si me gusta". Y tomamos -no hace falta entrar en el edificio- el ascensor transparente destinado a los visitantes que, curiosos, quieren conocer el Lloyd's por dentro.

Nos llevó a la cuarta planta enseñándonoslo por fuera. Desembarcamos en un corredor que nos guiaría hacia el espacio medular del edificio desde el que se comprende su totalidad: inmenso, luminoso -aquí sí funcionaba la luz- todo sustancia, sin más adjetivo que el énfasis en el fundamento, se mostraba entero, a modo de patio de operaciones rasgado en vertical, en sus 24 plantas diáfanas. Todos los que allí viven su trabajo podrían, si quisieran, saludarse visualmente. Mi joven acompañante perdió el habla. Al sentir su emoción, creció la mía. Como las olas que, cuando oportunas, suman su fuerza al llegar a la playa.

Para recuperar mi respetuosa compostura hacia un príncipe que, aunque ya aplaudía a Foster -primo hermano de Rogers- y a sus discípulos, no era capaz de retractarse en honor de quien nos había hecho sentir en grande, fuimos a los Docks, otra de las dianas de su ira.

Los muelles de Londres son objeto de la mayor operación urbanística del mundo. Se están actualizando con lujo de medios, compañías norteamericanas como promotoras, arquitectura trivial y superada, y sin respeto alguno al aire inglés. En cualquier caso revelan el deseo de Londres -agrupación de multitud de ayuntamientos- de refinar su calidad urbana global según un plano comprensivo, imposible en épocas anteriores. Quizá sea su conformación multicelular precisamente la que le da, por un lado, su peculiar y cálida escala y por otro, su falta de planteamientos monumentales sobre grandes ejes, tan añorada por los ingleses cuando recuerdan París. Londres, hoy, aspira a hacerse más bella en gran parte porque oye, admira y critica -especialmente los arquitectos- a quien mitifica, a su príncipe de Gales.

La huella de los gobernantes

Que la serie de presidentes que han regido Francia desde De Gaulle ha dejado huella en París está claro. París, en contraste con Londres, fue siempre, además de municipio único, el escaparate del que Francia se enorgullecía. Pero el presidente Mitterrand ha querido celebrar arquitectónicamente el 2002 aniversario de la República sin reparar en medios. El resultado está a la vista: el Louvre (sobresaliente), el Arco de la Defensa (discutible), el Centro Islámico, la Villete, La Ópera de la Bastilla (suspenso) y el énfasis en las grandes perspectivas y círculos viarios continuos, han recuperado para la Ciudad de la Luz la capitalidad universal.

Por no hablar, por ejemplo, de Múnich (por cuya Neue Pinacoteke, proyecto de Von Branka, debiera haberse pasado Stirling para tomar nota), de Berlín, de Estrasburgo, de MiIlán, o de Barcelona, para acercarnos a casa. Porque lo que a uno le duele en el alma es seguir viendo a Madrid tan humilde como siempre (así sigue incomunicada del resto del mundo civilizado por carretera, lo que se agrava al sufrir la administración de Iberia para sus relaciones aéreas y de la Telefónica para sus conversaciones inmediatas), más sucia que nunca, quieta y sin ideas desde que perdió su Tierno espíritu, descolgada del resto de las capitales del Mercado Común y no dando la apropiada corte a un rey que ha vuelto a situar a España en el mapa.

Estos días se ven nuevas flores en Madrid. ¿Hay esperanza?

Miguel de Oriol e Ybarra es doctor arquitecto.

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