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Un moscovita en Madrid

Tuve la suerte de llegar a Madrid de noche. Si Moscú pasará a la historia del siglo XX como la ciudad de las largas e interminables colas, Madrid lo hará sin duda como la capital nocturna de Europa. El eco de su famosa vida callejera ha traspasado incluso las fronteras de la Unión Soviética, donde la vida languidece desde mucho antes de la medianoche. A esas horas, Moscú brinda una única oportunidad: regresar a casa surcando las calles vacías. Esta ciudad, en cambio, se cubre de un magnetismo inexplicable que hace desear que nunca vuelva a salir el sol.La noche hace también que los viejos edificios y los nuevos rascacielos de Madrid brillen con luz propia. En Moscú sólo queda como consuelo la maravillosa vista nocturna del Kremlin; el resto de la ciudad es un conjunto deslavazado de islas perdidas que permanecen sumidas en la oscuridad más absoluta.

Pero lo más impresionante para un soviético que pisa por primera vez tierra extraña es el servicio capitalista. En Moscú, la caza del camarero o del dependiente de turno se convierte en un verdadero safari. Y si uno no es muy aficionado a la caza, lo peor que puede hacer es intentar hablar en ruso. Porque en Moscú, ya se sabe, el famoso dicho "Las señoras primero" adquiere una curiosa variante: "Los extranjeros primero". El problema en Madrid es bien distinto: tratan al extranjero como si fuera el vecino de al lado y le hablan a una velocidad de vértigo.

Uno de los lugares más impresionantes para un moscovita que aterriza de pronto en Madrid es el Rastro, esa especie de laberinto humano que no parece tener principio ni fin. Todo un museo callejero de la venta ambulante donde se respira la esencia gitana. Antes de la Revolución, Moscú presumía de uno de los mejores rastros de Europa; hoy en día la tradición ha sido devorada.

Sin bajarse del autobús

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Después de pasar un mes en esta ciudad, puedo jactarme de conocerla acaso un poco. Algo que nunca podrán decir los turistas de paso que ven Madrid sin bajarse del autobús panorámico. Muchos habrán vuelto a casa este año con la impresión de que el Retiro es un parque "muy pequeño", que los madrileños van exclusivamente a la Casa de Campo "para beber cervezas" o que la población de la ciudad se dispara de la mañana a la noche de 3 a 4,5 millones de habitantes. La mayoría de los turistas son desviados hacía los tres o cuatro lugares de turno y se marchan seguramente con la impresión de que esta ciudad es insulsa y con pocos atractivos.

Hablemos de los mendigos. A decir verdad, no esperaba encontrarme con tal cantidad de pedigüeños en la calle. Los madrileños parecen haber desarrollado una especie de inmunidad ante las voces que claman una limosna; la gente ignora a los vagabundos con una indiferencia que resulta incluso cruel. En Moscú ocurre todo lo contrario: los pobres pueden vivir perfectamente gracias a la misericordia de los viandantes, que se desprenden generosamente de varios kopecs aunque les cueste sudores llegar a fin de mes.

La capital de la Unión Soviética se ha convertido también en una ciudad terriblemente insegura. Los índices de delincuencia se han disparado en los primeros seis meses de 1989 en torne, al 150% con respecto al año anterior. No hace falta adentrarse en las zonas más peligrosas de la ciudad para toparse con grupos jóvenes de aspecto sospechoso que llegan a Moscú desde otras ciudades para robar o, simplemente, para hacer el salvaje en el Gorki Park, un deporte que parece estar también de moda en los parques de Nueva York. El peligro está en cualquier esquina, y la milicia no puede atajar esta plaga a pesar del amplio despliegue policial en las calles.

En Madrid, por contra, la - o-

.p licía parece no existir. Sólo la sirena de un coche con cristales oscuros te hace recordar de cuando en cuando que hay vigilancia, aunque no se sepa dónde. Sorprende ver cómo te ofrecen costo en plena calle con el mismo descaro con el que funciona. el cambio negro en Moscú. En la eapítal soviética, los caminos hacia la droga son mucho más tortuosos; la mayoría de los toxicórnanos se conforma con medicinas alucinógenas que están más al alcance de la mano.

Aunque la delincuencia aquí parece estar más localizada en ciertas áreas, a uno se le porten los pelos de punta cuando se entera de que anda suelto un criminal dando puñaladas a diestro y siniestro, como si se tratara de una película americana.

Pero, afortunadamente, el rnetro de Madrid parece estar muy lejos de los siniestros túneles del de Nueva York, casi tanto como de las flamantes estaciones de Moscú. El metro madrileño es menos lustroso y diez veces más caro que el de la capital soviética. También diez veces más rápido y menos incómodo, lleno de rostros expresivos. El suburbano moscovita es una enjambre de caras anónimas que suben y bajan tan mecánicamente como las escaleras.Otro cantar es el de los autobuses, bastante más modernos que los de Moscú, pero tan lentos como aquéllos. Viajando en la línea 5, uno aprende a familiarzar se con ese fenómeno tan madrileño que es el aparcamiento en segunda fila. El conductor para cada dos por tres, empieza a dar pitidos y le echa la bronca al camionero que le estrecha el paso. Puestos a hacer la vida imposible al vecino, ¿por qué no aparcar en triple fila?, me pregunto.

Llueve en Madrid, y el tráfico se pone imposible. No es para tanto. El centro de Moscú en hora punta es también un hervidero de coches ruidosos que desbordan ya las amplias avenidas que surcan la ciudad. Atravesar

Moscú para llegar a uno de sus cuatro aeropuertos puede llevar hasta dos horas. Me advierten que aquí pasa lo mismo, que la carretera a Barajas es lo más parecido a un callejón sin salida.

Aunque, a decir verdad, cualquier excusa es buena para retrasar el último adiós a Madrid.

es periodista soviético y colaborador de la revista Tiempos Nuevos.

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