Vagabundos de verano
LAS VACACIONES, imaginadas como momento idílico en nuestras vidas, son cada vez más origen de incomodidades, de disfunciones en el comportamiento de las gentes o incluso de dolor y de muerte: pueblos sin agua y con escasas condiciones sanitarias, sobresaturación de aeropuertos, atascos y colas, accidentes en carretera, enfermedades estivales provocadas por deficientes controles sanitarios y, en definitiva, brutales desequilibrios en el medio natural provocados por los desplazamientos súbitos de enormes masas humanas, que consumen agua, electricidad, comida, y que producen desechos de difícil reciclaje. Una de las expresiones visuales más plásticas y repugnantes del lado irracional del ocio colectivo la hallamos, ahora en verano, en las cunetas y arcenes, en la imagen reiterada hasta la saciedad de animales domésticos, perros principalmente, atropellados y despanzurrados por la imparable corriente del tráfico automovilístico.Estos perros suelen ser, en la mayoría de casos, animales abandonados por sus dueños justo en los días previos a las vacaciones. Dedicados a la busca y al vagabundeo, son fácil presa de los automovilistas, a los que los propios animales ponen en peligro cuando intentan atravesar las vías sorteando a los coches. Si consiguen sobrevivir en su deambular estival a través de carreteras y autopistas hasta llegar a zonas rurales, se convertirán en el próximo invierno en animales asilvestrados, e incluso en peligrosos cimarrones espoleados por el hambre, capaces de asaltar ganado y personas. Si no, su cuerpo arrollado se convertirá en un foco de podredumbre e infección, que acelerarán los calores sin que, por lo común, las autoridades correspondientes se ocupen en demasía de desalojar este peligroso despojo, que sorprende e indigna a automovilistas y peatones.
El abandono de perros, además de una muestra de insensibilidad y de ausencia del mínimo respeto a los animales exigible a personas civilizadas, es un comportamiento antisocial que sólo disculpa en parte la inconsciencia y la frivolidad que suele acompañarle. La adquisición de un perro es en un exceso de casos fruto de una cultura urbana inmadura, que idealiza a los animales como si surgieran directamente del mundo aséptico de los dibujos animados de Walt Disney y no fueran seres que necesitan de alimentación, cuidados, higiene y vigilancia.
Las familias hacen entrar así en su casa a unos seres a los que sólo durante una temporada más o menos larga se les prestará la atención de la novedad para convertirse bien pronto en un engorro y en fuente de constantes y pequeños problemas domésticos. Incluso una faceta más colectiva, como es la mínima buena convivencia exigible entre humanos y animales en la ciudad, no se conseguir resolver del todo ante la, deficiente educación cívica y las deficientes infraestructuras de limpieza, que convierten al parque perruno en un ejército de defecadores nocturnos incontrolados, creando de nuevo peligros de diverso tipo, desde focos de infección hasta amenazas a la integridad de las personas que pisan con mala fortuna un inesperado regalo del amigo del hombre.
Un gran número de las quejas y protestas por estas cuestiones se fundamentan en móviles sentimentales y en actitudes, por otra parte muy respetables, de veneración por los animales. Pero tanto los ciudadanos como las distintas administraciones públicas deben tener en cuenta que, además, están en juego la salud, la higiene e incluso la imprescindible imagen de civilización y de limpieza que debe exigirse a cualquiera de nuestros paisajes.
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