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Por ejemplo, la pena de muerte

Fernando Savater

Entre las instituciones que no decaen y que cada poco tiempo recuperan su actualidad por alguna actuación vistosa, la pena de muerte es de las más acrisoladas. De hecho, no hay día en que no se ejecute a alguien en este o aquel país. Amnistía Internacional se molesta en sacar todos los años un libro que recensiona estos asesinatos legales, pero no suele despertar más que la efimera atención de algunos sensibleros de los que necesitan que cada jornada traiga un motivo por el que verter la lágrima que embellece su conciencia (al día siguiente mandan el asunto al desván de la memoria: "Por eso ya lloré ayer"). De cuando en cuando hacen falta ejecutados de lujo o demasiado numerosos en poco lapso de tiempo, o muy estentóreamente martirizados, o ampliaciones particularmente brutales de las normas patibularias, para que la opinión pública -ese sucedáneo global y coercitivo del raciocinio personal- se estremezca algo más ante los recién aviados, clientes del verdugo. Después cada mochuelo vuelve a su olivo y cada cuervo a su horcaUno de los méritos indudables de este verano de 1989 ha sido su acierto en suministrar motivos que actualicen la reflexión sobre la pena de muerte, el ejercicio espiritual políticamente Más provechoso que quepa imaginar. Las ejecuciones políticas en China (de las no políticas ha habido muchísimas todos los años sin que nadie se preocupase demasiado), la decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre la aplicación de la pena capital a adolescentes y retrasados mentales, los eliminados en Cuba dicen que por narcotráfico, el vídeo del coronel Yanqui ahorcado por la facción shií libanesa denominada -¡Alá es el grande y misericordioso! Oprimidos del Mundo, etcétera. Tantos ejemplos edificantes no han dejado de suscitar comentarios en los medios de comunicación sobre el terna, pero, francamente, algo decepcionantes. Me refiero, claro está, a las opiniones surgidas desde el progresismo o la izquierda, pues la derecha siempre ha sido por tradición y convicción partidaria de la pena de muerte y lo sigue siendo salvó cuando truena con estratégica virtud contra sus oponentes políticos..Para empezar, la confusión en torno a qué es y qué no es pena de muerte. No puede llamarse reos de pena de muerte a cuantos mueren por obra de la violencia estatal por lo mismo que no son asimilables las víctimas de la carretera a las de los atentados terroristas. ¿Que a quien muere le da lo mismo perecer por una razón u otra? Por esa regla de tres vendría a ser inútil investigar la naturaleza y remedios del SIDA, pues ya sabemos que cuando eso se cure no faltarán otras enfermedades de las que morirse. La pena de muerte no es simplemente matar por razón de Estado: las víctimas de la represión policial en una algarada no son ejemplos válidos de este castigo legal, por mucho que su eliminación nos resulte no menos escandalosa e indignante. Ni tampoco son lo mismo las bajas en una refriega bélica, ni en un bombardeo, ni las de crímenes pasionales que las producidas por pena capital. A esta última la caracterizan su deliberación y procedimiento, su legitimación estrictamente codificada, su voluntad ejemplificadora, su demora, su ritual. Y también su pretensión de aunar a la colectividad en torno a la inmolación justiciera: esto va en serio y es sagrado porque al malo somos capaces de matarle. En tales aspectos, lo que más se parece a la pena de muerte oficial es el atentado terrorista (no en vano ellos suelen llamarlo ejecución). El que tal gesto se haga en nombre de la liberación de los oprímidos o para la opresión de los excesivamente liberados -violencia pura o pura violencia, bonnet blanc ou blanc bonnet- es irrelevante palabrería que sólo interesa a los pasantes de fiscal en cada caso.Siendo tan seria la cuestión de fondo, sorprende que el debate se haya centrado en lo más pueril: ¿a qué se le está dando más importancia, a las ejecuciones de los militares cubanos o a la de un deficiente mental en Estados Unidos? ¿No se estará hablando mucho de lo uno para mejor correr un velo sobre lo otro? Vuelven sobresaltos dela vieja pamema: critiquemos a Cuba, sí, pero con cuidado, no vayamos a hacerle el juego al imperialismo. Las antiguas mafías y las poses sobreviven a la fe de la que surgieron. Sin embargo, tras polemizar acerca de sí aquí se habla sobre y como es debido, ni una palabra sobre si se habla de lo que se debe in situ. Puedo atestiguar que durante los últimos dos meses las protestas contra la decisión del Tribunal Supremo y contra la propia pena de muerte, por no mencionar la campaña para impedir las ejecuciones ya sentenciadas, han ocupado a lo más granado de la Prensa norteamericana. ¿Ha habido un debate semejante en Cuba en torno al caso o todo el mundo ha aceptado que lo que hace el que manda bien hecho estará, por doloroso que sea, como ha opinado públicamente alguno de los trovadores del régimen? Por lo visto hay una imparcialidad y apertura de la discusión exigible en España, pero no en Cuba. Sigue el paternalismo seudoprogresista: para nosotros libertad de Prensa, pero allí bastante tienen con lo que tienen. Claro que, a fin de cuentas, el mantenimiento de la pena de muerte es realmente más escandaloso en el caso de Estados Unidos que en el de Cuba. Que una dictadura, sea oligárquico-populísta u oligárquico-conservadora, recurra a la pena capital para limpiar su patio y dirimir querellas internas de poder no tiene nada de raro: ninguna dictadura puede permitirse el lujo de abolir efectivamente la pena de muerte. Pero que un país democrático políticamente avanzado la mantenga es algo mucho más enfermizo y alarmante.Y así llegamos al auténtico núcleo del asunto. La pregunta atinada no es ¿por qué se conserva aún la pena de muerte en tal o cual país?, sino ¿cómo se ha logrado hacerla desaparecer en algunos países?. Después de todo, los Estados siempre han sentido un permanente entusiasmo por los verdugos, apoyados en esto por el más sincero fervor popular. La masa siempre es, en cuanto tal, partidaria del linchamiento, de la ejecución y del escarmiento ejemplar. El individuo aislado, en cambio (sobre todo si viene algo ilustrado), suele tener más remilgos. Por eso la abolición de la pena de muerte, en los pocos sitios en donde ha sido posible, es fruto del individualismo y de la concepción individualista del Estado. Las ideologías unanimistas y colectivistas, las que predican que el todo es lo que cuenta frente a la parte y que la oveja enferma debe ser sacrificada para preservar la salud del rebaño, sostienen sin excepción la necesidad de la pena de muerte. También las religiones menos dispuestas a tolerar disiden cias del egoísmo individual: así el islamismo o el crístianismo mientras pudo (y todavía ahora el catolicismo vaticano predica cien veces más contra el aborto que contra la pena de muerte). La idea de que el culpable no tiene que ser aniquilado para acabar con su culpa es una herejía fruto del hedonismo burgués individualista. Por eso éste sigue siendo aún hoy el más revolucionario y subversivo movimiento político de la modernidad. En el fondo, lo que importa políticamente más de la pena de muerte no es el número de víctimas mortales que suele producir en los países en que está vigente (el crimen callejero o ciertos deportes peligrosos suelen causar más fallecimientos), sino la concepción sacrificial de la colectividad que implica y que fomenta. De ahí la importancia de luchar contra la pena de muerte: no sólo para que tal o cual no sean víctimas, sino para impedir que cualquier sublime todo, en nombre de la unidad sacrosanta, nos convíerta a usted o a mí en sicarios del verdugo. Que nos aúnen intereses y complicidades, no patíbulos.

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