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Fin del crepúsculo báltico

La II Guerra Mundial jamás terminó para las naciones bálticas. El resto de Europa, incluso los países que fueron ocupados, recuperaron la independencia. Hungría y Polonia, que fueron convertidas en sociedades totalitarias, están ahora emprendiendo cambios acordes con las aspiraciones de sus pueblos. Pero en los países bálticos -en Estonia, Letonia y Lituania- no se ha curado nunca la terrible herida infligida en 1939 y 1940.Para nosotros, la II Guerra Mundial empezó calladamente. El mundo ni siquiera se dio cuenta de que no sólo en Polonia, sino también más arriba del Báltico, estaba teniendo lugar una tragedia, consecuencia del pacto entre la Alemania nazi y la Unión Soviética por el que dividían sus intereses en el Báltico. Tal como ocurrió, estos dos predadores se dieron el uno al otro mano libre en los países bálticos en Polonia y en otros lugares. Muchas personas del Reino Unido, y de Europa en conjunto, probablemente ni siquiera recuerden que estos tres Estados pequeños e independientes existían antes de la guerra. No obstante, en los países bálticos, todo el mundo lo recuerda. Incluso los niños saben esto, el punto más sensible de la memoria nacional.

Hoy, cuando escuchamos los preciosos discursos de Mijail Gorbachov hablando del hogar europeo y de la histórica libertad de elección para cada nación, cada estoniano, lituano o letón piensa que es de su nación de la que se está hablando. Recordamos nuestro pequeño apartamento en este hogar europeo con nostalgia, pero también con esperanza.

En la Unión Soviética están teniendo lugar grandes cambios: cambios en los derechos políticos, como resultado de la glasnost, y en la esfera económica. Pero existe un área que es la que precisa los cambios más profundos, cambios que producen el mayor temor. Son los cambios relacionados con las naciones.

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En el Báltico, la gente siente la importancia de estas raíces nacionales, no sólo en el sentido puramente cultural, sino para la protección del medio ambiente y del individuo. Sufrimos el efecto destructivo de caer en brazos de un coloso que decidió que sería útil conseguir nuestros territorios a fin de fortalecer sus propios intereses. Vimos cómo la destrucción de los cimientos nacionales originaron finalmente degradación moral, personal y ambiental.

Para nosotros, la única forma de salvar esta situación es salvando la nación. No tenernos la experiencia de la Unión Soviética ideal. Tenemos la experiencia de la Unión Soviética real, que nos llevó al borde de la catástrofe nacional. Es, por tanto, natural que el pueblo busque la restauración de la independencia, de la libertad de estado que disfrutamos durante 20 años entre las dos guerras, para los Estados bálticos, el período más intenso en el que florecieron nuestra cultura y nuestra sociedad.

Hay muchas discusiones sobre cómo debe ser la independencia: si como parte de una confederación, una Unión Soviética transformada, o como un país enteramente separado -como Finlandia o Hungría-, y aquí hay una barrera importante. Hasta ahora, la Unión Soviética no ha admitido el hecho de su ocupación de los países bálticos. El hecho de la ocupación -resultado del acuerdo entre Hitler y Stalin el 23 de agosto de 1939- es el eje de todos los movimientos populares en el Báltico. Las emociones se centran en ese próximo aniversario negro. En Estonia, 400.000 personas firmaron una petición para que se reconociera el aniversario y se conceda la autodeterminación.

Es esencial que Moscú admita los hechos históricos y poner fin a esta absurda pelea sobre si estos acuerdos llegaron a existir realmente. El mundo entero sabe, en teoría, que existieron. Sabemos de ellos por nuestra propia y amarga experiencia. Una comisión parlamentaria soviética ha llegado ya a la conclusión unánime de que es hora de admitir la verdad, y ya está siendo admitida por los funcionarios soviéticos en el extranjero. Espero que los lectores soviéticos puedan leer pronto los protocolos secretos. La verdad no puede empeorar nada, sólo puede mejorar las cosas.

La cuestión, entonces, es: ¿cuáles son las consecuencias de tal admisión? Pero eso es una cuestión para el futuro. No tenemos alas. Tenemos que escalar el acantilado con cuidado, asegurando nuestros enganches en la subida. Ahora estamos trabajando en la liberación del Báltico, pero no sólo en el sentido legal y político, sino también en el económico.

Nuestra economía ha sido destruida totalmente, no porque fuera peor que la de cualquier otra república soviética -es mejor, en muchos sentidos-, sino porque su estructura se deterioró. El estado de nuestra economía es un obstáculo para el desarrollo de la independencia. Es por esta razón que los planes bálticos de independencia económica se plantearon antes que los de independencia política. Había muchos obstáculos, pero ya casi hemos llegado a la línea de meta. La semana pasada, el Soviet Supremo aprobó el cambio del Báltico a un tipo distinto de estructura económica, una economía orientada al mercado, tanto interior como exterior. ¿Cómo pudieron repúblicas tan pequeñas ejercer tal presión sobre los mecanismos gigantescos y conservadores del Soviet Supremo?

En el Báltico ha habido un cambio político masivo durante el pasado año. Las organizaciones frentepopulistas (y Sajudis, en Lituania) permitieron al pueblo encontrar una salida a todos los dolores y esperanzas de la nación, que hasta entonces sólo se habían expresado en privado.

En Occidente, los movimientos populares complementan los mecanismos democráticos que ya existen. Pero en la Unión Soviética -empezando por el Báltico-, tales movimientos han representado la única posibilidad de abrirse camino a través de los mecanismos totalitarios. Ahora tenemos los comienzos de un mecanismo parlamentario democrático. El frente popular no será necesario, o su importancia será mucho menor, cuando exista un sistema parlamentario normal.

En el Báltico, y estamos empezando a plantear la cuestión: ¿cuánto puede durar el sistema político actual? El hecho de que hayamos conseguido una solución para la cuestión económica y para las cuestiones históricas nos aproxima a la necesidad de plantear esa cuestión también: un cambio radical del sistema político. Para ello, el Báltico necesita independencia, aunque sólo sea una independencia relativa. Si no hay cambios, si no hay resultados, entonces los movimientos populares empezarán a bullir. Esto ocasionaría una situación revolucionaria. completamente nueva. Existe un peligro real de confrontación. Pero no sería una confrontación con extremistas o con fuerzas oscuras, esto es un proceso global de desarrollo.

La gente de Occidente emite advertencias: "¿No vais demasiado deprisa? ¿No tenéis miedo a los tanques?". Por supuesto, todo el mundo es consciente de lo que ocurrió en Checoslovaquia, y ahora en Pekín. El peligro de los carros de combate se discute abiertamente en la Prensa báltica. Pero es una especie de fantasma. Ciertamente, uno se puede imaginar esa escena, pero es imposible imaginar una continuación real de la perestroika y, al mismo tiempo, tanques en las calles de Tallinn, como en Praga o Pekín. Sería el colapso de todo, del desarrollo de un hogar común europeo, de nuevas relaciones.

Pedro I, que conquistó el Báltico, nos lo describió como la ventana de Rusia a Europa. Ahora somos la ventana de la perestroika. Si se escuchara el estruendo de los carros de combate a través de esa ventana, la escena sería demasiado terrible, no sólo para nosotros, sino para todos los europeos. Y para Mijail Gorbachov también. Ni él desea que esto ocurra -ni nosotros, ni Europa.

El deseo de ir hacia adelante, sin tanques, hacia una libertad política, la autodeterminación nacional y la desaparición de la barrera entre Oriente y Occidente -que nosotros, en esta esquina de Europa, deseamos tan fervientemente- puede ser un ideal compartido, un objetivo compartido. En ese sentido, los pueblos del Báltico se consideran a sí mismos europeos en todo el sentido de la palabra.

Marju Lauristin es uno de los dirigentes del Frente Popular de Estonia. Fue elegido diputado por Estonia para el Parlamento soviético en marzo de este año. The Independent / EL PAÍS, 1989.

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