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Tribuna:LA DESPENALIZACIÓN DE LA DROGA
Tribuna
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En la duda, a favor de la libertad

Por vez primera en mucho tiempo, los ecos y los fracasos de la represión, presentados como grandes éxitos estatales y policiales y, sobre todo, como exigencia de la justicia y de la seguridad, no consiguen ahogar las voces que, cada vez en mayor medida, abogan por la racionalidad y !a congruencia en el fabuloso y sórdido mundo del tráfico y consumo de drogas. Pese a que los frutos de una implacable persecución de« muchos años son notoria y crecientemente negativos; a pesar de que la represión afecta, casi en exclusiva, a consumidores y pequeños traficantes -simples camellos-, dejando intactas las grandes organizaciones dedicadas al tráfico mundial; pese a que los beneficios van alcanzando la estupefaciente cifra de los veinte billones de pesetas anuales; sin perjuicio de que las burocracias de la represión -ya mastodónticas- se hunden progresivamente, casi fatalmente, en el desaliento y en la corrupción, que afecta a altos niveles del Estado; y a pesar, en fin, de la aterradora incidencia de la droga en las estadísticas de la criminalidad (la droga anda en el 70% u 80% del total de delitos), la actitud de la inmensa mayoría de los Estados permanece imperturbable. Para los más, los fracasos de la represión evidencian la necesidad de ampliar su campo y sus modos de actuación. A los que claman por fórmulas alternativas de prevención, imaginación, despenalización -acompañada de una inteligente reglamentación del consumo- o, en definitiva, de profundo respeto a la libertad y a la dignidad de la persona, se les considera nada menos que como cómplices objetivos de los males de la drogadicción o compañeros de viaje, o víctimas de exasperados monos dialécticos.No es insólito que flamantes gobernantes expongan su convicción de que la droga, junto al terrorismo y al paro, es uno de los topos malignos que pudren las raíces de la convivencia humana. Más que la injusticia, la desigualdad, el hambre, la guerra, la explotación. La droga es mucho más peligrosa y, como es obvio, su exterminio debe constituir objetivo prioritario de todo Estado bien nacido. Los hasta ahora baldíos esfuerzos por conseguir avances de la comunidad internacional en el campo del respeto y garantía de los derechos del ciudadano o, en general, en el campo de los derechos humanos, contrastan con los éxitos en la creación de espacios policiales comunes (nunca de espacios judiciales) contra la droga, con todo lo que ello supone -ahí está una de las claves de la cuestión- de potenciación del poder, desarrollo de sus instrumentos de coacción y represión y "policíalización de la convivencia".

Experiencia de la ley seca

Y si, de paso, la cruzada contra la droga puede servir para acogotar aún más a determinados países o lanzar insinuaciones de complicidad contra enemigos políticos, mejor que mejor. Pero esta cruzada -como todas- es profundamente cínica. Nadie puede discutir razonablemente el carácter de drogas del alcohol y del tabaco. Su excesivo consumo puede producir adicción y, desde luego, muy graves perturbaciones orgánicas. Sin embargo, tras la muy ilustrativa experiencia de la ley seca norteamericana (con sus terribles secuelas de criminalidad, alcoholismo y corrupción), a nadie se le ocurre predicar la prohibición de su tráfico y consumo, que tan enormes beneficios económicos supone para los Estados. A lo más que llegan algunos de ellos, singularmente civilizados, es a establecer limitaciones y reglamentaciones del consumo y de su publicidad, organizando serias campañas de información, prevención y disuasión, con notables éxitos en la progresiva reducción tanto del alcoholismo como de la tabaco-adicción. ¿Por qué no proceder así con las drogas prohibidas? Los argumentos que se suelen utilizar para hacer aparentemente sólida una respuesta negativa no pueden ser más peregrinos. Se dice que los efectos de las drogas ilegales sobre la salud personal y pública son mucho más devastadores; que, al fin y a la postre, el consumo de alcohol y de tabaco es una costumbre social arraigada y tolerada, lo que no ocurre con las drogas criminalizadas; o que la "ética mínima" que debe respetarse en cualquier comunidad es incompatible con la despenalización. Se ha llegado hasta a asegurar (la ignorancia y el cretinismo producen milagros) que los partidarios de la descriminalización no son sino reaccionarios seguidores de Milton Friedman y que, en definitiva (no se sabe en virtud de qué arcano misterioso), esa despenalización beneficiaría a los traficantes.

Se pretende enmascarar a toda costa que la opción por la persecución y el castigo, que siempre ha partido de planteamientos irracionales e incompatibles con un entendimiento democrático de la libertad y la autodeterminación personal, ha fracasado estrepitosamente, constituyendo uno de los agentes más eficaces de la violencia (institucional y social), de la propia drogadicción, del enriquecimiento y potenciación de las grandes organizaciones delictivas y del cada vez más poderoso e imparable proceso de corrupción de tantas instituciones. El miedo a la libertad o el desprecio por ella está en la raíz misma de la opción represora. Y no cabe olvidar que, como observaba Norberto Bobbio (nada sospechoso de radicalismos de cualquier signo), cuando el Derecho se apoya en la mera represión, contribuye a perpetuar una sociedad basada en relaciones de fuerza, convirtiéndose en la más perfecta imagen de la violencia de las instituciones, de una violencia cuya justificación está en presentarse como única respuesta adecuada a aquello que, por unas u otras sinrazones, no se quiere tolerar.

De todas formas, si cupieran dudas sobre la opción que deba seguirse, puede servirnos de guía un principio tan elemental como olvidado: en la duda, siempre a favor de la libertad. Es éste, en el fondo, el mensaje de los cien intelectual y profesionales que acaban de abogar en L'Espresso por la despenalización de las drogas.

Joaquín Navarro Estevan es magistrado de la Audiencia Provincial de Madrid.

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