Los niños-mosca
La montaña que humea son dos millones de metros cúbicos de un mantillo negro producido por la descomposición y la incineración de desechos y basuras provenientes de Manila.Desde hace 30 años los camiones descargan en Smokey Mountain. La pestilencia y los vapores acres inundan la vida diaria de 20.000 seres humanos. Al pie de la colina hay más de 2.500 casas amontonadas: los techos son de chapas onduladas o planchas de plástico, los muros de restos de colchones, somieres, o cajones de madera. Es preciso caminar unos 200 o 300 metros para llegar a la cima de la montaña, el lugar de trabajo, la zona de producción. Por allí pasan permanentemente los grandes camiones amarillos cargados con centenares de kilos de porquería.
Toneladas de pan bendito para miles de niños, mujeres y ancianos que se precipitan al pie de las volcadoras, espantando a las ávidas y grandes moscas, para arrancar los mejores trozos de plástico, vidrio y metal. La mitad de los habitantes de la montaña no supera los 15 años. Después del colegio, los más listos vienen calzados con botas, otros con baskets agujereados y algunos, descalzos, a separar, remover y triturar los nauseabundos cargamentos. Las moscas no los molestan, ellos mismos se han convertido en moscas. Con su aguijón de metal pinchan todo aquello que pueda ser recuperado. En pocos minutos, del gran montón sólo quedarán los desechos orgánicos. Festín para las moscas.
Vienen entonces los gigantescos bulldozer que arrasarán el pútrido terreno. Y en caso de que una lata de conservas o unos jirones de tela hayan escapado, los niños volverán para removerlo una última vez. Deben hacerlo antes que las brasas que socavan desde siempre la entraña de la colina hagan su obra. Después, cada uno volverá a descender con la cesta de mimbre sobre la espalda para clasificar su cosecha y esperar la llegada de los camiones de las fábricas de reciclaje. Un kilo de plástico de la mejor calidad se vende a cinco pesos (unas 25 pesetas). A lo largo de una jornada, los niños-mosca pueden llegar a ganar unos 60 pesos (unas 270 pesetas), un salario normal para un trabajador filipino.
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