En torno a dos centenarios
Se dice y se repite que vivimos en la época de la información. No es sólo que los medios de comunicación y la publicidad nos faciliten información continua y masiva; es que el político, el hombre de negocios, el ama de casa, todos, antes: de tomar una decisión, disponen de más información de la que nunca se dispusiera. Y uno de los instrumentos que el hombre actual tiene a mano es de una enorme precisión e increíble rapidez y, por tanto, de utilización creciente: el ordenador. En él se acumulan miles y miles y millones de datos. Y no sólo los acumula, sino que además los ordena y clasifica. ¡Cuando la vida nos exige una respuesta, consultamos al ordenador y él nos ayuda a contestar.Pues bien, eso que llamamos cultura -y que algunos, sin duda los que Ortega llamaba beatos de la cultura, escriben con C mayúscula- no es, ni ha sido, otra cosa que un colosal ordenador. A ella han acudido en todo tiempo los hombres y los pueblos en busca de la información que les permitiese responder a las preguntas que la vida les hacía. La cultura es la memoria de un pueblo, su ordenador particular, y en él ha ido, siglo tras siglo, procesando datos a fin de utilizarlos en el momento oportuno. Pero, naturalmente, la cultura, como cualquier ordenador, no transmite más datos que los que se les han facilitado con anterioridad. De ahí que cada cultura tenga respuestas diferentes, porque individuos y pueblos sólo archivan los datos que consideran relevantes, aquellos que estiman valiosos o que creen que van a necesitar. Toda cultura es un mecanismo de selección: aquello sí, esto no. Y, por tanto, guarda en su memoria aquello y no esto.
Ocurre con la. memoria como les ocurría a los romanos con los auspicios (al fin y al cabo, si consultamos al pasado es por la misma razón por la que los augures interrogaban al canto o al vuelo de las aves: para tratar de adivinar el futuro): que había unos que respondían cuando se les preguntaba, mientras que otros, en cambio, anunciaban sus presagios espontáneamente. Parece como si los centenarios fuesen, actualmente, de esta especie: auspicios que se nos imponen sin haberlos solicitado.
Decía antes que cada pueblo introduce en su memoria histórica unos acontecimientos que ha seleccionado previamente. Igualmente, luego, al recordarlos, en esas muy señaladas conmemoraciones que son los centenarios, evoca unos y otros no. Cabría, incluso, que definiésemos a cada nación por lo que recuerda: dime lo que conmemoras y te diré quién eres. La manera en que los franceses han conmemorado el bicentenario de la Revolución Francesa, ¿nos da la radiografía exacta de la Francia actual? ¿Veremos la nuestra, dibujada por el perfil de los hechos del descubrimiento y conquista de América que traigamos a la memoria sobre el fondo de los otros, dejados consciente o inconscientemente en la penumbra del olvido, con motivo del V centenario? Creo que sí y, por eso, vale la pena que veamos el cómo los franceses están conmemorando su revolución y qué le debemos solicitar nosotros a nuestros recuerdos.
Empecemos por precisar que no es lo mismo conmemorar algo que celebrarlo. Conmemorar significa, sencillamente, el hacer memoria o el traer a ella un acontecimiento pretérito. (Insisto en que, al hacerlo, buscamos siempre que la luz que proyectamos sobre el pasado se refleje en él e ilumine el futuro.) Celebrar es más complejo. Celebrar viene del vocablo latino celeber, que se puede traducir tanto por solemne como por ilustre. Celebración es, por tanto, una conmemoración solemne de algo que consideramos ilustre, esto es, de algo sobre lo que hemos hecho un juicio de valor positivo. Pues bien, ¿qué han hecho los franceses? ¿Han conmemorado simplemente o han celebrado la Revolución Francesa?
Creo que nadie dudará al contestar: han hecho las dos cosas, conmemorar y celebrar. Pero cuando se nos exige que maticemos, es cuando intentamos precisar quiénes son los que han conmemorado y quiénes han celebrado. Resumiendo, corriendo, pues, el riesgo de exagerar, podemos decir que la sociedad francesa ha conmemorado, mientras que el Estado ha celebrado.
La sociedad francesa ha estado, desde hace muchos meses, trayendo a la memoria todos -repíto-, todos los datos que alcanzaba su memoria histórica sobre el fenómeno revolucionario. Las ha traído en forma de artículos de periódicos o de revistas, de conferencias, de emisiones de radio y televisión -rehaciendo, incluso a través de ésta, el juicio a Luis XVI- y de libros. Sólo en este último año han sido editados ¡500 libros! dedicados a la Revolución.- No podemos por menos de sentir admiración y envidia por un pueblo que reaviva así su memoria colectiva.
Y ¿cómo eran esos libros, esos artículos, esos estudios? Pues, como en los últimos 200 años, unos eran entusiastas y enaltecedores; otros, críticos y demoledores. No debe extrañarnos, porque 1789 dividió a la nación francesa en una guerra civil que, activa unas veces, larvada otras, ha durado 150 años. La guerra civil ha sido superada, pero el rescoldo de la pasión continúa. Con los datos rememorados, los franceses han intentado hacer balance: la Revolución, ¿fue positiva o negativa para Francia y para el mundo? No ha habido acuerdo final, como no suele haberlo nunca, porque la historia no es una sentencia inapelable, sino un fallo en continua revisión. Pero sí ha habido una casi total unanimidad en dos puntos: la guerra civil, que enfrentó a los franceses, pertenece al pasado, y la Revolución no se puede aceptar o rechazar -como exigiera en su tiempo Clemenceau- como un bloque. El hecho de que casi todos los franceses acepten hoy día la democracia explica que la guerra civil haya dejado de existir, pero el que conciban esa democracia como liberal impide el que se justifique el terror, con sus guillotinados de París y de Lyón, con sus ahogado! de Nantes y con la sangre del genocidio vandeano.
Si esta sociedad -dije- ha conmemorado la Revolución, el Estado la ha celebrado. Lo ha hecho solemnemente -aunque la solemnidad haya adoptado, en algunos actos, un cierto aire de desenfado desafiante- porque la sigue considerando positiva e ilustre. Tan ilustre y positiva, que la República Francesa sigue viendo en ella su origen. Las instituciones públicas, y sobre todo las monarquías y repúblicas, necesitan celebrar sus orígenes, convirtiéndolos, incluso, en mitos, y necesitan hacerlo con devoción casi religiosa, porque si conmemorar es, al iluminar el pasado, hacer claro el futuro, celebrar un mito es mucho más: es revivir el acto que lo originó. No se trata de celebrarlo como pasado, sino hacerlo de nuevo presente.
Pero lo importante es que en la celebración de este año haya habido capítulos del mito que han quedado en el olvido, archi-
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En tomo a dos centenarios
Viene de la página anteriorvados en el ordenador. El Estado ha olvidado ciertas cosas, porque no podía por menos de tener en cuenta cómo los franceses habían conmemorado previamente la Revolución. Una sociedad está sana cuando los individuos creen en sus orígenes, en sus mitos y participan en su celebración; pero un Estado está vivo en la medida en que acepta las correcciones y actualizaciones que los individuos van haciendo de esos mitos.
Siguiendo el ejemplo francés -la historia de Francia ha solido ser, para lo bueno y para lo malo, ejemplar para nosotros-, yo me sentiría feliz y contento si, de aquí a 1992, los españoles supiésemos conmemorar, y el Estado celebrar, el V centenario del descubrimiento de América.
Cuando Su Majestad el Rey hizo el honor de nombrarme comisario regio, encargado de planear los actos conmemorativos -y celebrativos- del V centenario, esbocé, junto con mis más directos colaboradores, las líneas maestras de esa conmemoración -y celebración-. Por razones ajenas a mi voluntad no pude continuar con aquellos proyectos. No pude porque fui destituido en todos mis cargos oficiales, y lo fui con motivo de unas declaraciones que hice a propósito de la guerra de las Malvinas. Yo creía entonces -y sigo creyendo ahora- que España es una nación europea, pero estaba convencido -y sigo estándolo- de que el ser europeo no consiste en hacer entusiastas manifestaciones de fe europea, sino en actuar como los europeos. Y ningún Gobierno europeo -por lo menos, estoy convencido de ello, ni el británico ni el francés- hubiese permitido nunca el tener que tomar partido en un conflicto entre un aliado y un país hermano de Hispanoamérica. Como no puede aceptar el tomar medidas discríminatorias contra alguno de ellos. Y esto, pienso, debe ser una regla de oro que el Estado español debe tener en cuenta para la celebración del V centenario.
Repito que siento admiración y envidia de los franceses cuando veo a todo el país respondiendo a la incitación que para ellos ha sido la conmemoración del bicentenario de 1789. No importa que un Chaunu pregunte, casi blasfemo, ¿por qué conmemorar un fracaso? Porque, al escribir que la Revolución Francesa fue, en su origen, un fracaso, está removiendo la conciencia nacional y contribuyendo, por tailto, a la conmemoración. No importa -aunque yo manifieste mi disentimiento total- que algún escritor español o hispanoamericano se interrogue con pasión: ¿por qué conmemorar lo que fue un genocidio? Porque, aunque su pasión le lleve a la adulteración de los hechos, está contribuyendo al debate histórico que toda conciencia nacional necesita. En ese debate en gran escala debe consistir la conmemoración, y de él irán surgiendo las líneas de fuerza que irán corrigiendo y actualizando los mitos de nuestro origen.
Porque si el origen de la República Francesa está en 1789, el nuestro lo está en 1492. No fue casualidad que en ese mismo año se consiguiese, prácticamente, la unidad nacional y se descubriese América. Y si fue casualidad, la casualidad se convirtió en mito. Nuestro mito consiste en que, si España consiguió su unidad nacional, fue para trascenderla inmediatamente, para convertir España en las Españas. En eso estriba la diferencia radical de nuestra historia con la francesa. Cuando Francia alumbra un hecho de magnitud universal como la Revolución, inmediatamente lo pone al servicio de su grandeza. Leemos en las Memorias del general De Gaulle: "Bref, á mon sens, la France ne peut étre la France sáns la grandeur." Así hemos visto estos días cómo los franceses, al revivir el mito bien vivo y bien universal de la libertad, no han podido evitar el arroparlo en la bandera.tricolor.
España, en cambio, cuando exige disciplinar y tonificar sus fuerzas interiores es para ponerlas siempre al servicio de una causa universal e, incluso, sus luchas fratricidas han solido ser el espejo en el que se reflejaba un conflicto mundial. Francia conseguirá siempre que el interés general acabe beneficiando su interés particular; España no tendrá inconveniente nunca en sacrificar su interés nacional a lo que crea que, equivocadamente o no, es un valor universal.
¿Qué significa, en efecto, el descubrimiento de América? Fue ni más ni menos que el primer paso en el camino a lo uno, hacia la universalidad. No sólo se añadieron nuevas tierras y nuevos mares a los ya conocidos, sino que se hallaron nuevos hombres y nuevas civilizaciones, con otras costumbres y con otras creencias, pero que eran sustancialmente iguales. Y el español afirmó, desde un principio, esa universalidad. Biológicamente, el hombre americano es el único que, a partir de 1492, se ha convertido en el hombre universal, porque sus venas son las únicas en las que confluye la sangre de hombres venidos de los otros cuatro continentes. El mestizaje es la universalidad encarnada.
Pero igual que algunos franceses de 1789 se equivocaron y creyeron que la libertad se podía imponer, y otros, posteriormente, persistieron en el error, exigiendo que la Revolución se aceptase en bloque, con sus coacciones y con sus crímenes, algunos españoles de 1492 se equivocaron y creyeron que la universalidad se podía imponer, y otros, posteriormente, glorificaron conquistas sangrientas y evangelizaciones forzadas.
En 1989, el Estado francés ha celebrado solemnemente el mito vivificador de la Revolución Francesa: el ansia en el hombre de libertad e igualdad. La ha celebrado sin complejo alguno, pero olvidando muchos héroes del pasado, porque en su gloria de héroes hay demasiada sangre. Lo que no quiere decir que, ausente de la celebración, el papel histórico de esos héroes sí haya estado y debe estar presente en la conmemoración hecha por los franceses.
En 1992, el Estado español debe celebrar solemnemente, sin complejo alguno, el mito fecundo de la universalidad, cuyo primer paso fue el descubrimiento de América. Universalidad no significa fundir todas las realidades en un solo molde, sino hacer del mundo la tierra de los hombres, aunque ello sí supone, porque debe suponer, la vigencia de unos valores universales. En esa celebración el Estado español debe olvidar, dejar archivada en su ordenador, la glorificación de hechos que, aunque hasta un pasado reciente fueron celebrados por los que creían que el descubrimiento y la conquista tenían que ser aceptados como un bloque, están teñidos de dolor y destrucción. Ese olvido es la obra de corrección y actualización del mito. Corresponde, en cambio, a los historiadores, como contribución conmemorativa, precisar la magnitud de ese dolor y de esa destrucción y valorar los motivos, los comportamientos y las dimensiones humanas de los que fueron vencedores y vencidos, y ahora, en el mito que hemos de renovar, sólo son hermanos.
es embajador de España.
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