La historia derretida
Ayer por la mañana, París parecía una ciudad a la que se le hubiera derretido la historia después de 200 años de ebullición intranquila. Sus ciudadanos, de regreso de una juerga internacional, se aprestaban a recoger los pedazos de ese hielo de lujo que ha sido la conmemoración de la Revolución bicentenaria.Durante la noche del 14 de julio, la fecha capital del acontecimiento, París estuvo marcada por todos los símbolos de este tiempo, incluido el síndrome de la televisión. Ciudadanos provistos de escaleras para asomarse sobre las cabezas de los otros espectadores, vagones de metro atestados de gente con el rumbo en los ojos, extranjeros presos de la ausencia por aproximarse a lo irrepetible, ignoraban la única verdad que puede extraerse de toda esta locura: estos acontecimientos sólo se fabrican porque existe la televisión, y no vale la pena desplazarse para apoderarse de ellos, porque sólo ocurren para el magnetoscopio, que es su origen y su fin.
Los cientos de miles de espectadores que fueron a los Campos Elíseos para escuchar cómo Jessie Norman entonaba la enésima versión de La Marsellesa, desoyeron el único consejo sensato posible en esta revolución de plástico que ha sido la celebración del 14-J. Es mejor quedarse en casa y verlo por la tele, recomendó JeanPaul Goude, el hombre al que Mitterrand encomendó la tarea de organizar el desfile de La Marsellesa. No le hicieron caso: llenaron los vagones del metro, que era gratuito, cubrieron las aceras de sus chicles ruidosos e hicieron del día de gloria, un día de histeria colectiva, una Bastilla de andar por casa.
Ayer, París se recuperaba del sitio al que fue sometido y se disponía a vivir el primer día de los 200 años próximos. Tal como se fabrica la vida cotidiana en una metrópoli como ésta, seguro que serán también, de nuevo, 200 años de soledad.
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