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Tribuna
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Personalidad

Por primera vez en España el teatro se convirtió en público bajo la dirección de José Manuel Garrido. Su ascenso a subsecretario supone que esa política no va a cambiar, ni siquiera con la dirección general de alguien tan personal, brillante y sabio como Adolfo Marsillach. Probablemente ya no podría cambiarla nadie: sin el tejido público que ha creado Garrido, y al que han seguido fielmente las autonomías, después de haber destruido el sistema anterior, el teatro caería en la postración. Por lo menos, ahora tiene una apariencia de que existe, y la profesión -que ha aceptado el sistema- puede seguir viviendo de él.Marsillach, con sus conocimientos del teatro desde todos sus ángulos, comenzó a ilustrarse en la función pública, sobre todo, desde la dirección del Centro Dramático Nacional, que le encomendó el director general Rafael Pérez Sierra, del Gobierno de UCD; y la ha continuado como director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, adaptado ya a la dirección del teatro público socialista lejos de Manuel Garrido. En los dos casos supo conservar su independencia artística, su criterio de creador, su estatuto; es natural que ahora, dentro de lo que el sistema permite, deje que los demás lo conserven. En esta carrera reciente de funcionario ha mostrado la probidad y la claridad de cuentas; y también una abundante muestra de autoridad. Ninguna de esas virtudes le va a abandonar ahora; la autoridad, sobre todo, le va a ser necesaria para mantener funcionando aún el sistema de teatro público o -como gusta decir Garrido- "semipúblico" y, algo que forma parte de su propia personalidad privada y pública, evitará los despilfarros y la abundancia de picaresca que a veces se ha infiltrado en la administración de Garrido, pese a su vigilancia. Marsillach no es un político; es un hombre de teatro, con otra carrera detrás -y delanteque puede hacerle continuar la labor del INAEM con toda entereza y con la idea, sobre todo, del teatro. La M de INAEM es la de la Música; Dios sabe lo que será de ella. Hay que confiar en otra de las virtudes señaladas de Marsillach para tal caso: el sentido común.

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Jugando a la ucronía, cada uno puede imaginar cómo hubiera evolucionado el teatro español si Marsillach hubiese sido el primer director general del Gobierno socialista, como pretendieron algunos. Probablemente en un sentido muy distinto al que va a tener que sostener ahora. Pero también las circunstancias eran otras, y ahora todas las cartas están sobre la mesa: no hay más. A pesar de todos los compromisos y los intereses ya creados en el cargo que viene a ocupar, sin duda hará notar su propia personalidad. Es lo que se espera.

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