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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La oposición del cine

EL ANUNCIO del Ministerio de Cultura de que comenzaron los trámites para poner en vigor el ante proyecto de decreto de ayudas al cine, o decreto Semprún, ha sido contestado por los representantes de la profesión del cine con el rechazo de la totalidad del texto legal. Es ésta la primera vez que los sectores de esta profesión, habitualmente enfrentados, se alían en una posición común. ¿Puede una ordenación administrativa de este tipo dar los frutos que busca de espaldas a sus administrados? Es dudoso. Y esta falta de respaldo profesional, el no haberse logrado un consenso entre administradores y administrados para resolver los problemas del cine, es un grave defecto de origen del citado decreto.El aspecto más positivo de la norma es la modificación del sistema vigente de subvenciones estatales anticipadas a los filmes. Al situar la ayuda oficial en el final, y no, como ahora, en el comienzo de la preproducción de un filme, se obliga al productor a asumir los riesgos de la película, lo que destierra el fantasma de un cine mantenido ortopédicamente por las arcas públicas, que erosiona su credibilidad, y urgentemente necesitado de inversiones de dinero privado. Pero el decreto Semprún parece insuficiente para estimular estas iniciativas privadas, ya que el productor exigirá, lógicamente, el rendimiento de su inversión, cosa nada fácil en un mercado expoliado por el fraude y la falta de relaciones estables con T`VE, circunstancias que obturan las vías de la rentabilidad de las películas.

Otro peligro que amenaza al nuevo decreto es su vía abierta al dirigismo, puesto que el articulado del anteproyecto no crea mecanismos objetivos para discernir qué filmes serán ayudados y deja la elección de éstos en manos de los responsables de Cultura. Un nuevo peligro radica en que el decreto puede servir como coartada para dar la apariencia de legislado, ordenado y racionalizado a un sector esencial de nuestra cultura, sin que se le haya legislado, ordenado y racionalizado realmente. Otra carencia del decreto es su carácter aislado: sin un conjunto de medidas complementarias que saneen el mercado del cine, es razonable presumir que el decreto Semprún no generará los efectos que busca.

Los profesionales han diagnosticado con dureza el nuevo texto legal. Vienen a decir que éste ordena y racionaliza la escasez, la miseria incluso, pero no la resuelve. Y ciertamente no la resuelve porque no está en sus manos lograrlo, ya que la resolución de los enquistados problemas del mercado cinematográfico requiere no una sola medida, sino una serie de ellas que competen conjuntamente a varios ministerios.

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Parece que el Gobierno no ha valorado adecuadamente la trascendencia -cultural, económica e histórica- que la ordenación del sector audiovisual tiene hoy, ante el reto de las próximas décadas en las que esta parcela de la actividad creativa se convertirá en el campo donde ha de librarse una de las batallas fundamentales de la cultura del futuro. Otros países de la CE se preparan para afrontar este desafío histórico, pero a nosotros 1992 puede, en éste y otros capítulos de nuestra identidad cultural, cogernos desprevenidos, sin armas legales y económicas que permitan al cine español sobrevivir en la futura batalla del audiovisual, en la que las culturas más desguarnecidas se juegan una parte vital de su existencia: la posesión de una imagen propia que ofrecer al mundo. Y corremos el peligro de llegar tarde a un tren que no va a esperar que el Gobierno español se aperciba de la trascendencia de su viaje.

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