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Roma insólita

La urbe por excelencia contiene en sí tantos sedimentos que resulta difícil conocerla del todo. Recientemente la visitamos tres amigos que suponíamos haberla escudriñado con minuciose, empeño en anteriores ocasiones. Pero nos faltó tiempo para agotar el itinerario que habíamos trazado de antemano. Hay una Roma escondida que se descubre, poco a poco, y que revela su recóndita originalidad rebosante de insinuaciones del pasado. Nos asomamos, en primer lugar, al dédalo de galerías, corredores, escalinatas y cementerios que permiten contemplar en su variadísimo muestrario los cimientos antiguos de la basílica vaticana, hasta hace unos años, reducidísimos en su acceso. Fue la iniciativa personal de Pío XII la que acometió la inmensa y arriesgada operación. Existían graves dudas de orden arquitectónico sobre la viabilidad y seguridad del proyecto. Tampoco era probable que se hallaran restos humanos identificables con rigurosa autenticidad. Diez años duró la ejecución de una empresa que hoy se considera un acierto definitivo por míles de visitantes. Las necrópolis vacías romanas, subterráneas, que se ofrecen a la curiosidad pública con sus inscripciones y símbolos tan variados, hacen recordar aquel pasaje de que "también los muertos morirán un día".De allí nos fuimos a una iglesia barroca situada en la bellísima elipse de la plaza Navona y en la que se entra por una calleja posterior, ruidosa y pintoresca. Es la de Nuestra Señora del Ánima, que forma parte del colegio católico del habla germana. El templo, barroco, de espléndida factura, alberga la soberbia tumba en bronce del papa Adriano VI -el único pontífice holandés-, cuya carrera eclesiástica y política en España, como Adriano de Utrecht, consolidó el acceso al trono de Carlos de Gante, discípulo suyo. Fue el papa Adriano un personaje serio, minucioso, ajeno al boato, austero, empeñado en frenar la rebelión luterana con el diálogo y la contrarreforma, todavía incipiente. Una larga inscripción latina en el mármol del monumento define así la filosofía del gran prelado flamenco: "Lo más importante de la existencia es saber en que tiempo le ha tocado vivir a cada uno". Del Adriano papa pasamos al Adriano emperador. En las cercanías de Tívoli se levantan las ruinas de Villa Adríana, en la que grandes trabajos se han desarrollado en estos últimos años en las 128 hectáreas de sus pertenecidos. Es uno de los grandes conjuntos del imperio romano y, aunque destruido, expoliado y saqueado a conciencia, durante siglos, sigue mostrando su esqueleto extraordinario a la admiración de las gentes.

La biografía del emperador se conoce al detalle a través de documentos y de relatos biográficos de los autores clásicos. Marguerite Yourcenar hizo del personaje, hace pocos años, protagonista de una novela llena de originalidad, obteniendo un éxito millonario de ventas. Los datos estrictos de su personalidad son aún más atractivos. Adriano nació en Itálica y su madre era gaditana. Tenía sangre andaluza por todas partes. Es divertido constatar que hubo algún historiador extranjero que denegó su origen español en forma apasionada. Lo cierto es que fue protegido de Trajano, también español de Itálica, y casó con una sobrina nieta suya. Adriano iba siendo cuidadosamente designado desde su juventud para altas funciones con objeto de que su formación fuera completa y pudiera, un día, suceder a su pariente y protector. Ejerció el mando de unidades militares en las fronteras más conflictivas del imperio y recorrió durante años la totalidad de los dominios de Roma, inspeccionando las tropas y los gobiernos locales. Volvió a España, residiendo casi un año en Tarragona. Pero su proyecto político del enorme mosaico que era el imperio romano tenía una componente defensiva y destinada a sujetar las posibles invasiones de los pueblos de talante bélico, fronterizos. Levantó en el norte de la Gran Bretaña la muralla de su nombre. Y redujo, notablemente, el gigantesco presupuesto militar de Roma.

La Villa Adriana era la residencia oficial del poder supremo, es decir, el equivalente -mutatis mutandis- del Versalles de Luis XIV o de El Escorial de Felipe II. Las numerosas edificaciones de que constaba la villa, y que en parte han desaparecido, formaban un impresionante conjunto de edificios en el que se calcula que vivían entre 15.000 y 20.000 personas. Recorrer hoy estas ruinas y jardines, cuidadosamente restaurados, envueltos en bosquetes de árboles centenarios -con sus varios recintos acuáticos de distinto propósito y profusión de columnas y estatuas de mármol blanco, halladas, en parte, en los fondos de los estanques antiguos- tiene algo de ensoñación del pasado. El gran emperador andaluz, itálico y barbudo, viajero incansable, filohelénico en sus gustos y cultura, resultaba audaz en sus iniciativas arquitectónicas -como el prodigioso panteón y el mausoleo del castillo de Sant'Angelo- que son otras tantas pruebas de su atrevido criterio.

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Roma es inagotable para los que desean saberla del todo. Hay en ella iglesias sorprendentes, que contienen elementos inesperados. En San Clemente existen, por ejemplo, tres basílicas superpuestas. La más profunda contiene un templo de Mitra, intacto. El viejo dios védico se halla esculpido en su altar, en mármol blanco, sacrificando al toro y tocado de la barretina frigia. No lejos de allí, el complejo arquitectónico de los Quattro Coronati nos trae el efluvio de dos templos antiquísimos desaparecidos y los frescos barrocos que cuentan la curiosa tradición de los cuatro tallistas de mármol martirizados por negarse a realizar la estatua de Esculaplo: Severo, Scorpoforo, Victoriano y Severiano. Junto al templo, un claustro del siglo XIII yergue intacto su cinturón, en un patio rebosante de verdor y de juegos de agua.

No lejos se abre la vía de San Stefano Rotondo, que nos lleva a Monte Cello, y en él, a un gigantesco edificio, dicen que inspirado en el antiguo templo de Jerusalén. Es una de las grandiosas iglesias circulares de Italia. Tenía, al parecer, hasta tres naves concéntricas y los bosques de altísimas columnas que existen todavía dan al conjunto un aire decorativo extraño, con fuerte reminiscencia oriental y aun árabe. El trono majestuoso de Gregorio Magno se levanta allí, en solitario, bajo la torrencial columnata.

Y hablando de sillas episcopales, original es también la que se atribuye a san Silvestre, labrada en mármol con sobria sencillez y que se enseña, a petición de los fieles, en San Lorenzo en Lucina, cerca del Corso. Este templo, antiquísimo, fue restaurado en el siglo XVII y en él se conserva el sepulcro de Nicolás Poussin, el esotérico y magistral pintor, construido a instancias de François René de Chateaubriand, quien eligió como tema para la sepultura la pintura denominada El in arcadia ego, labrada en bajorrelieve. En otro altar, el de nuestro diácono español, san Lorenzo, se rinde culto a un trozo de parrilla metálica romana que sirvió para martirizarlo.

Y así seguiríamos enumerando hallazgos y sorpresas. Un templo del siglo IX mantiene el recuerdo de santa Práxedes y su hermana, en cuya casa residía san Pedro durante su estancia en la capital del imperio. El mosaico bizantino que exorna el ábside de la capilla es, según los expertos, el mejor de Italia por la belleza del colorido y el perfecto estado de la composición.

La Roma insólita es una perpetua incitacion a conocer esa otra ciudad que nos rodea y que, en ocasiones por la pereza y otras veces por la rutina, se olvida en el recorrido. "Imperial y marmórea", la llamaba Ortega, y Ramón de Basterra, en su poerna hiperbólico Las ubres luminosas, escribía: "Ciudad que eres la madre de ciudades". Otros eruditos la denominaron "ciudad de ruinas famosas" y "yermo de esplendores imperiales". Todo ello es cierto, y también que ha resistido Roma el paso de los siglos sobre su frágil cuerpo antiguo con admirable gallardía.

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