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FESTIVAL DE JAZZ DE NUEVA YORK

Final para seis orquestas

ENVIADO ESPECIALLos dos últimos días del Festival de Jazz de Nueva York han estado llenos de grandes acontecimientos. El primero de ellos, el 502 aniversario de la compañía discográfica Blue Note, fundamental en la historia del jazz. Los organizadores no quisieron mirar al pasado, sino al porvenir. Como actitud está bien, pero tampoco habría sido mala cosa que se hubieran acordado de algunos de los músicos que configuraron la estética de la compañía, como Horace Silver o Jimmy Smith. El contenido musical habría salido ganando.

El concierto tuvo cuatro partes. En la primera, la pianista Eliane Ellas presentó una música muy mona, con su camisita y su canesú. El solo que hizo, All the things you are, le quedó hecho un primor. Cuando tocó en grupo, entre que estaba Bob Berg al saxo y que ella llevaba muchas lentejuelas, parecía que la función la daba Miles Davis.

Tony Williams, que actuó en segundo lugar, aún salió más bonito, porque llevaba una chaqueta con mariposas en las solapas. A lo mejor era un homenaje a Schumann o a Dany Daniel. Williams era el único del programa con resonancias de la Blue Note histórica, pero no pudo reverdecer aquellos tiempos ni mostrar lo que hace ahora -el mejor jazz acústico para grupo pequeño- por culpa del sonido. Mucho Carnegie Hall, pero en el San Juan Evangelista Tony Williams suena mucho mejor.

El tercer acto, después del descanso, tuvo como protagonista a Stanley Jordan. Protagonista único, porque estaba anunciado en grupo pero tocó solo. La canción con la que empezó daba mucha angustia, porque parecía que no iba a terminar nunca. En España, para solucionar estos apuros, tenemos a la Guardia Civil, pero aquí la policía está muy ocupada en otras cosas. A los 15 minutos descubrimos que la canción era Sunny, y justo entonces se acabó. Después, Jordan tocó dos guitarras a la vez, hizo un blues a tumba abierta y, en resumen, dio una demostración completa de su estilo, el lapping.

El concierto de Blue Note terminó con la actuación de Diane Reeves, que tuvo un éxito sensacional. Lo mereció, porque es una cantante fuera de serie que combina los modismos de Sarah Vaughan con la fuerza de Aretha Franklin.

Homenaje a Calrk Terry

El gran acontecimiento de la última jornada era un homenaje a Clark Terry. La lista de participantes era gigantesca, pero el responsable de que no quedaran entradas fue sólo uno: Oscar Peterson. Así pues, me quedé sin ver a Peterson, pero tampoco es para echarse las manos a la cabeza. Si a estas horas uno se lamentara de todo lo que se ha perdido tendría que llorar por Branford Marsalis, Ray Charles, los Templations y cien más. Por otra parte, aunque Peterson satisface siempre, también hace lo mismo siempre.

En fin, que no estaban maduras y nos fuimos al Alice Tully Hall a ver a Cecil Taylor, que, dadas las circunstancias, se presentaba como la versión atonal de Peterson. Y eso fue. Satisfizo a sus incondicionales y tocó lo que todos, incondicionales o no, esperábamos que tocara. Tal vez más borroso que otras veces, porque sacó dos acompañantes que no hicieron más que estorbar.

Además de los conciertos mencionados, en este último día del festival hubo un viaje en barco con la banda de John Mayal, una sesión de Larry Carlton y Chick Corea en el Avery Fisher Hall, y una celebración latina en el Carnegie Hall con los fenómenos de la salsa y el jazz hispano. Los dos últimos pianistas del Weill Hall han sido un sabio, James Williams, y un heterodoxo, Don Pullen. Por cierto, éste acaba de publicar un disco con una canción dedicada al café Central.

En el festival también hubo cosas pequeñas dignas de consideración. Por ejemplo, el Weill Recital Hall, en el tercer piso del Carnegie Hall. Es una sala donde caben unos 400 espectadores. El jueves pasó un duende por el Weill Hall: Dave Frishberg, un pianista a quien alguien le dijo que lo malo del jazz es que no tiene letra.

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