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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Claroscuros

MAÑANA EMPIEZA en Madrid el Consejo Europeo que pone fin a la primera presidencia española de la CE. Aunque se trata de una fecha señalada, no es cuestión de que se exageren los fastos por haber desarrollado una tarea que es la que debía esperarse de España como socio europeo; con la carga de errores, aciertos, trabajo y suerte que comporta cada semestre comunitario. La presidencia no es un barómetro por el que se midan éxitos y fracasos individuales, sino un proceso lleno de inercias, de iniciativas que nacen o se heredan y respecto de las que casi lo único que se puede hacer es controlar el ritmo.Es bien cierto, sin embargo, que existe un motivo de satisfacción legítima: España se ha integrado en la CE armónicamente y sin estridencias. Desde que el 1 de enero el Gobierno de Madrid asumió la presidencia, el Ejecutivo, manteniendo un perfil siempre discreto, ha desarrollado una industriosa actividad que le ha permitido sacar adelante los expedientes comunitarios y preparar con sumo cuidado la cumbre que se inicia mañana. Tiempo habrá de hacer un detenido análisis de sus resultados; baste señalar por el momento que la presidencia española ha sacado adelante 33 directivas y cinco reglamentos en temas de mercado interior, ha tenido un éxito apreciable en asuntos de cooperación política y política exterior comunitaria, ha llevado impecablemente los espinosos temas agrícolas e incluso ha sacrificado sus posiciones sumándose a una política medioambiental que tiene menos interés para nosotros que para nuestros socios septentrionales. Otras cosas han salido mal, como el tema de la fiscalidad del ahorro, lo que impide el progreso de la política fiscal comunitaria.

Resulta, por tanto, explicable que Felipe González pretenda coronar su semestre con un Consejo lleno de decisiones positivas. No estamos muy seguros de que consiga hacerlo. En el orden del día figuran tres temas estrella, ninguno de los cuales tiene fácil tratamiento: el informe Delors sobre la unión monetaria, la Carta Social y una declaración sobre Oriente Próximo. El presidente del Gobierno pretende obtener decisiones que hagan historia y no simples declaraciones. Ello requerirá acudir al mínimo común denominador. Desafortunadamente para él, ese común denominador se llama Margaret Thatcher.

En el informe del presidente de la Comisión Europea, hecho público durante la presidencia española, se prevén tres fases para alcanzar la unión monetaria dentro de la Comunidad, la última de las cuales -aunque no se establece plazo alguno- culminaría en la adopción de una moneda única y el establecimiento de un sistema financiero común. El proyecto ha contado desde el primer momento con la oposición de Thatcher. Pero la primera ministra británica se ha quedado prácticamente sola después de que el Gobierno español decidiera la semana pasada, con cierta sorpresa, incluir la peseta en el Sistema Monetario Europeo (SME). Cargado de razón con esta maniobra de última ahora, el presidente González trata de salvar un consenso sobre la primera de las fases del informe Delors -la aproximación de las políticas monetarias y financieras y la recomendación de que todas las monedas se integren en el SME- y un compromiso formal sobre el objetivo final de las dos fases siguientes. Si no fuera posible un acuerdo por unanimidad y la decisión tuviera que adoptarse por mayoría -a lo que Felipe González parece dispuesto en principio-, el plan Delors consagraría lo que él mismo llama "geografía variable" de la CE. Pero un SME sin la libra nacería cojo. Presionada por su reciente derrota electoral y enfrentada a una oposición cada vez mayor dentro de las filas conservadoras a su tratamiento de los temas europeos, es muy probable que Margaret Thatcher acabe por aceptar la primera fase del proyecto de unión monetaria.

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Peor suerte debe correr la llamada Carta Social Europea, un proyecto con el que el Gobierno español quisiera justificar la apelación a ese acento social hecha al comenzar su mandato. El proyecto no convence ni a la Unión de las Industrias de la CE -que lo tacha de intervencionista- ni a la Confederación Europea de Sindicatos -que lo califica de mera declaración de principios-. Y, cómo no, tampoco a Margaret Thatcher, que hace bandera de haber roto la espina dorsal de los sindicatos en su país. En este punto, los sindicatos tienen razón: tal como está, el proyecto no tiene, por ahora, más que un valor declarativo.

En lo que se refiere a la cooperación política -un terreno donde la presidencia española ha trabajado con más entusiasmo que resultados concretos-, cabe esperar de la cumbre de Madrid una declaración sobre Oriente Próximo en la que, tras reafirmarse los modestos principios contenidos en la vieja Declaración de Venecia, se manifieste un decidido apoyo a la nueva moderación palestina y se intente ofrecer al primer ministro israelí, Shamir, una salida a través de alguna fórmula de compromiso sobre su plan de elecciones para los territorios ocupados. La salvaje represión china merecería que los jefes de Estado y de Gobierno europeos hicieran un hueco en su apretada agenda para adoptar algún tipo de medidas más allá de lo puramente simbólico. Pero, ¿qué cabe esperar cuando el ministro español de Exteriores acaba de manifestar que las protestas no sirven de nada?

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