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Carta del Misisipí

La noche en que murió Hernando de Soto, sus compañeros y el cura franciscano que les acompañaba encerraron el cadáver en un féretro de cuero. No hay guijarros en esta tierra de pantanos, y para lastrar el sarcófago improvisado utilizaron el metal de unas corazas y plomo de munición. Luego condujeron el féretro en canoa hasta el centro del gran río. Allí lo abandonaron a la corriente. El féretro osciló como un madero. Se orientó en la invisible aceleración del agua, desapareció en la oscuridad y se fue hundiendo lentamente, dando a la imaginación un silencioso y más oscuro trayecto, hasta quedar depositado en el légamo del fondo. Prisioneros de la superficie, los compañeros y el cura franciscano escrutaban las tinieblas del agua buscando un indicio de inmortalidad (ese indicio que los vivos indefectiblemente esperan, cualquiera que sean las circunstancias en que se deshacen de un cadáver). Luego hicieron virar la canoa y remaron hacia la orilla (con esa testaruda e inconfesada esperanza de los vivos, aun cuando el prodigio de la inmortalidad siga sin manifestarse en nuestra especie). Al tocar el lecho del río, el féretro levantó una nube de detritus y materia orgánica. Aquel homenaje del río a los restos de su descubridor se fue disipando como un incienso subacuático, mientras ya en la orilla los compañeros amarraban la canoa, y alzaban el campamento, y desaparecían en el interminable manglar. Esto sucedía alrededor de 1542, se supone que a la altura de Clarksdale o de la actual ciudad de Hernando, Estado de Misisipí.Cuatro siglos más tarde el río ha cambiado de curso varias veces. Los meandros fueron dejando lagos con forma de bumerán y brazos muertos como la piel de los reptiles cuando mudan. Desde que se empezaron a fundar ciudades en sus orillas inciertas, el hombre intentó domesticar las crecidas, pero el Misisipí ha sido un río caprichoso, como esos gigantes que de un manotazo derriban el juego de los enanos a su alrededor. La última gran inundación tuvo lugar el año 27, devastando cinco Estados. William Faulkner situó en esa desolación un esquife con un presidiario y una mujer preñada en las páginas emblemáticas de una de sus mejores novelas. Desde entonces, el Cuerpo de Ingenieros del Ejército ha realizado unas obras hidráulicas que sólo rivalizan con las del enemigo en el Volga. Ahora el río es un caudal poderoso sujeto a diques y aliviaderos. Aguas arriba, en el Estado de Misurí, hay una ciudad que se llama Nuevo Madrid. El Misisipí desemboca en Venecia, Luisiana. El azar de la geografía sitúa sus bocas en la misma latitud, 35 grados Norte, que las del Nilo. Yo me pregunto si el cadáver de Hernando de Soto reposa en algún sedimento del cauce antiguo, donde se fosiliza con la paciencia de los fenómenos geológicos, para ser desenterrado algún día, al cabo de millones de años, conservado en una valiosa inmortalidad de sílice dentro de su envoltorio de cuero petrificado.

Allá por los años cincuenta el conquistador dio nombre a una marca de automóviles de considerable longitud. Los vehículos De Soto eran modelos de gran calado, con interiores de confort eclesiástico (el sentido del confort que oscila entre el club privado y un buen burdel). Los alerones desarrollaban una teoría barroca del aerodinamismo. Los parachoques eran volutas progresivas de acero cromado. El portamaletas se ofrecía como un ámbito resonante que, sin embargo, lograba la perfección de los mecheros de lujo en el discreto clic de la cerradura. Los De Soto eran automóviles de precio, y se dice que Elvis Presley poseía dos. Hoy día puede admirarse un De Soto en lugares muy extremos. Sea en el esplendor higiénico de un museo de tecnología y diseño, sea descomponiéndose entre zarzas herrumbrosas detrás de la caseta de un negro. En este segundo caso el vehículo demuestra su buena capacidad para ser utilizado en la cría del conejo.

Elvis Presley nació en Tupelo (Misisípí). El nombre de la localidad parece predestinado para quien lució los más suntuosos tupés de pelo negro del hemisferio occidental. Yo era niño cuando murió Elvís Presley al volante de un automóvil que no era un De Soto. Sin embargo, de las aguas turbias del río surgió la voz de un negro ronco que los aficionados recordarán: Muddy Waters. He de confesar que soy alérgico al rubio oxigenado de Marilyn y al tupé de Elvis, pero añoro la memoria de mis 17 años y las fisonomías que encandilaron a mi generación: Muddy Waters y Antonio Escohotado, que, siendo un caballero, asegura haberse pasado 12 años sin cortarse el pelo.

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El culto a Elvis Presley en Tupelo alcanza la categoría de una industria local, lo que en Europa se reserva para Lourdes, y para nada a la tranquila localidad de Linares, donde nació Raphael. Es bien sabido que el profundo Sur es una entidad literaria, de Mark Twain a William Faulkner. Lo mismo puede decirse del Misisipí considerado como un eje musical. La ruta 51, de Nueva Orleans a Memphis (Tennessee), es la ruta del blues. En este clima húmedo, denso, propicio a la levitación y a las descargas eléctricas, nació el blues acompañado de una escoba, hasta que alguien introdujo la guitarra propulsada con unos miles de vatios. El blues escarba en las raíces de la injusticia y el desengaño. Sobran comentarios. Todo queda resumido en aquel estribillo que cantaba un negro de nombre irrecordable: "Yo nunca le hice nada a las cebollas; entonces, ¿por qué me hacen llorar?".

Nueva Orleans sigue manteniendo viva esa dialéctica culinaria y musical. Cada año, desde hace 20, los mejores músicos se reúnen en un festival a comerse juntos las mejores cebollas. La ciudad, que en otros tiempos fue famosa por sus blenorragias, lo es ahora por su tradición gastronómica. En el siglo XVIII los ingleses deportaron a los pantanos a una partida de franceses de Nueva Escocía, rebeldes y harapientos, con la esperanza de que se les comieran los caimanes. Era conocer mal los recursos del enemigo. En cada francés se esconde un gourmet, y hoy día el caimán ahumado o en guiso es un plato característico de la cocina de Luisiana.

Naturalmente, no me atrevo a declarar que en cada esclavo negro se escondía otro gourmet. Pero es fácil constatar que la cocina del Sur es francesa y africana. Un cocinero, voluminoso como tres veces nuestro Cándido, mulato y francés, es el rey de los paladares de estas tierras, alzado, pese a su peso, a las cumbres de la mercadotecnia por Prensa y televisión. En una población que se vuelca al consumo de alimentos dietéticos con la misma pasión y fe que deposita en la lectura de la Biblia (la misma fe en el cuerpo y en el alma que lleva al aerobic, y a los colchones de agua, y a correr 10 millas vestido o 100 yardas desnudo en persecución de la felicidad), la gastronomía y el cocinero gordo armado de un cucharón representan una alternativa hipnótica, no sé si heroica o luciferina, porque la naturaleza humana es dual, y el espíritu flaco, y las calorías muchas.

Nueva Orleans es una ciudad hermosa, subtropical y amena. A quien le guste recordar las lecturas de su niñez le encantará saber que en la guía telefónica de la ciudad figura un Tom Sawyer. Sin embargo, basta una sencilla llamada para averiguar que se trata de una anciana de 65 años, probablemente negra, amable y algo intrigada por las intenciones reales de su interlocutor. Igualmente, quedarán decepcionados los admiradores de Tennessee Willianis y Marlon Brando. El tranvía llamado Deseo es hoy día un autobús. Pero queda un motivo de satisfacción reservado a los aficionados al arte militar. En el square dedicado a su memoria se levanta la estatua del inolvidable general Robert E. Lee, famoso como Aníbal, como Rommel, como todos los generales derrotados. Y además, en Nueva Orleans el gran río busca el mar, y lleva el agua de un gran país, y es de verdad el Old Man que va a morir a Venecia, Luisiana.

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