El caballero y la muerte
La imagen que tengo de una corrida de toros no es la de un animal agonizante o entusiasta, ni la de un torero aprendiendo fijamente los gestos de lo que va a matar, sino la imagen de un hombre con puro, traje, clavel, un aire fino, con la vista clavada en el espectáculo de la muerte. En esa imagen hay una soberbia aristocrática de otro tiempo que evoca a la del caballero que observa la muerte porque le pertenece y también porque está por encima de ella. Una forma de ver el sufrimiento o el peligro ajeno con la seguridad de que no le salpicará ni la sangre ni el miedo. Ese caballero español, maltratado por la moral, la lírica y la zarzuela, sigue intacto al cabo del tiempo y se añade seguidores. El arte del toreo disimula la auténtica pasión de muchos nuevos aficionados que no es otra que retratarse con ese aire de esquivar mundo, de no pertenecer al mundo, de no querer nada con él, de tenerlo, al fin de todo, sometido a un espectáculo en el que sólo se arriesga lo ajeno.Un ritual de la vestimenta y el gesto acompaña al público de una corrida. No se va a la plaza en cazadora o en chaqueta de espiguilla, ni en mangas de camisa. A la plaza se marcha con un traje bien soldado, un poco vespertino, que cae sobre el cuerpo como un hábito puro cuya calidad o elegancia expresa la distancia absoluta que impone el que lo lleva con los reveses del ruedo. La sangre se mezcla en la arena, corre por los estoques o empapa los trapos, mientras el espectador se mantiene a salvo en la guarida de una impedimenta especial, diseñada para la celebración y para marcar un status. El público del toreo es el que ha alcanzado más prestigio de entre todos los que pueblan espectáculos de masas. Interviene y concede galardones, exige también de los protagonistas pequeñas o grandes salutaciones que imitan las servidumbres y el respeto ante el ojo del juez investido y superior.
Esa constelación de sentimientos está resumida en el puro, en el gesto muscular de aspirar el placer de ser un espectador cargado de privilegios, superior a cuanto sucede y a cuantos hacen lo que sucede. Sea sólo arte o sea más cosas, lo cierto es que el toreo manifiesta los riesgos fundamentales de la vida y que esos riesgos atan durante unos minutos al hombre y a la bestia de un modo que no cabe encontrar en ningún otro acontecimiento provocado. Sea sólo arte o no, durante una corrida hay cosas que mueren y cosas que matan, y este hecho no puede dulcificarse con nada. El espectador, mientras eso sucede, aspira el humo de su cigarro, hincha sus pulmones y rebosa, prescindiendo con ese gesto de cualquier proximidad con el dolor o con el vértigo del dolor. Mientras él relaja sus tejidos y sus nervios, hay algo que está muriendo y algo que está matando.
Aparte del talante de ese inveterado caballero español, que de por sí expresa todo lo que cabe expresar, hay una arquitectura de la corrida que lo refleja de un modo físico. Como en ningún otro espectáculo también, el acontecimiento se rodea de un submundo que decora la dignidad de unos y la miseria de otros. Maletillas en busca de oportunidad, aficionados sin dinero, pícaros escapados de una novela finisecular, tratantes de todo, viven en los exteriores de la plaza mientras dura el rito, el arte o la simple agonía. Hay una palpable diferencia con un campo de fútbol en días de partido. También quedan aficionados a la puerta, pero en poco se diferencian de los que están dentro. A nadie se le ocurre, por ejemplo, ir allí con un balón de fútbol para que alguien descubra su talento. Y es que al caballero de estirpe rancia y de otra edad que habita en el espíritu del público taurino le corresponde lógicamente un mundo de otra edad cuya pobreza parecía olvidada y cuya presencia sólo es real en la medida en que es real la figura del caballero.
Son criaturas que se apoyan y que han ido siempre unidas. No es la mendicidad o la miseria revestida del presente lo que allí se ofrece, sino la mendicidad o la miseria que se expresa con una desnudez que raya en el orgullo de sí misma.
Si el espectador está obligado a asistir con elementos excesivos para la tragedia, como son el traje y el puro, los que quedan fuera están obligados a mostrar sus andrajos de una forma visible. El mundo maltratado y el mundo imperturbable son el verdadero espectáculo de una corrida de toros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.