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Tribuna
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La prisa

De pronto en el recuerdo se mezclaron dos sabores recientes y apasionantes. La memoria de las encías evocaba el perfecto crujido del cruasán que me había desayunado en la mañana de ayer antes de ir al aeropuerto. Pero poco a poco se iba imponiendo en el archivo de las sensaciones el sabor categórico del Clos Vougeot degustado al mediodía en Comme Chez Soi, la mejor bodega de Bruselas. Son muchas emociones para la lengua. El cuerpo no se acostumbrará nunca a la velocidad de la aviación comercial. Demasiado deprisa para comprenderlo todo. Apestamos a aeropuerto y no tenemos tiempo de ordenar nuestras esperas.Un anuncio callejero me promete gafas nuevas en sólo una hora, y repaso el mundo infantil de mis primeras gafas. Gafas con fecha fija y que se iban a recoger con la ilusión de los nacimientos. Nadie se puede tomar en serio unas gafas de una hora. Hay cosas que precisan de esta exaltación del intervalo, tan difícil en la civilización del instante. Doblamos los continentes en tres horas mientras los humanos transatlánticos se extinguen al ritmo de las ballenas. Incluso los periódicos de hoy salieron ayer. Prohibido llegar tarde.

Existe una profunda sabiduría de la espera que se nos va por los desagües del tiempo. La zorra de El principito condensa a la perfección ese arte del paréntesis y le dice, enamorada, a su joven amigo: "Si dices que vendrás a las cinco, a las cuatro empezaré a ser feliz". Pero ya todo está al alcance de la mano y la posesión -ese arrecife de la fantasía- parece más importante que el deseo. Ya sólo los reconocemos en nuestra imagen rebobinable y no queremos ver las limitaciones de nuestro cuerpo perplejo. No tenemos espera. Y hemos llegado a creer que la vida es un vídeo.

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