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Tambores de todo el mundo atruenan Paris

Actuaron 260 percusionistas de cinco continentes

Tambores de los cinco continentes atronaron París. En la gran explanada de La Villette, dentro del ciclo Colores del mundo, que reunirá de mayo a diciembre de este año las expresiones artísticas de diferentes culturas, con motivo del bicentenario de la Revolución, durante este fin de semana se celebró la manifestación Tambores 89, organizada en colaboración por la Fundación France-Libertés, la Misión del Bicentenario y el Parque de La Villette.

Procedentes de los cinco continentes, se reunieron para este acontecimiento musical 260 tambores en el amplio espacio, frente a la Géode, sobre la cuál se reflejaba al atardecer la manifestación, como un maravilloso y cambiante telón de fondo entre futurista y ciencia ficción.De los tres movimientos el más logrado fue el primero, La Statuaire Musicale, de dos horas. El público, desde su entrada en el parque, podía seguir todos y cada uno de los grupos, pasando de la "densidad" del sonido de los tambores de Calanda, al ritmo militar de los de la Guardia Republicana, o deleitarse con el delicioso espectáculo de la compañía Kim Moon-Sook, que tocaba el buk, un gran tambor suspendido.

El morlon, el rouler, el kavya, de la Isla de la Reunión, el bodhran y las cucharas irlandesas, maravillosamente tocadas por Johny McDongh, los siete percursionistas zaireños de una contagiosa alegría, o el doula caucasiano, sucedían al mridangam, del indio T. V. Gopalkrishnan, una de las maravillas de la fiesta, al zarb del dúo Chemirani iraní, o al grupo lqa'at iraquí.

En el segundo movimiento, La migración sonora, el espectáculo comenzó a hacer agua. Quizá por falta de confianza de los organizadores o por un espíritu pedagógico que no venía a cuento, decidieron mezclar al maravilloso sonido de los tambores las bandas magnéticas -por otra parte mal sonorizadas- y la voz de un tribuno, empeñado en convertir la fiesta en una lección de escuela primaria sobre los derechos humanos.

Sentados sobre la hierba, mientras la elite disponía de una tribuna -algo realmente incomprensible-, el pueblo pudo escuchar los solos de los intérpretes, magníficos en su mayoría, esperando la apoteosis final, en la cual los 260 tambores tocarían al unísono.

Gracias a un carrillón de ocho toneladas y 50 campanas, que introducía innecesariamente a cada grupo, al tribuno, que continuaba en sus trece, y a una cantante, sin duda con una voz hermosa, cuando se le oía, pero que parecía preguntarse qué estoy yo haciendo aquí, se consiguió aburrir al público con una escenograría no sólo ineficaz sino además cursi.

Al final, sólo durante un minuto, lo que frustró realmente. al público, pudo oírse a todos los intérpretes a la vez. Fue un momento magnífico, disminuido por unos humos rojos.

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