Poderoso caballero
Gracias a la glasnost, se ha descubierto con escándalo que algún ministro del Gobierno de la URSS cobra ocho veces más que un obrero. No se puede negar que es lamentable que se den estas desigualdades en el país que debería ser modelo para el comunismo internacional. Pero tampoco se puede negar que este mal ejemplo es casi de risa, si se compara con las desigualdades existentes en nuestra sociedad capitalista en general, y en España de manera especial.No sólo los ministros, que no son en realidad los que más cobran, sino miles y miles de ejecutivos, tanto de la Administración pública como de la empresa privada, cobran 10, 15 o 20 veces más que un obrero, y no digamos que un pensionista, que también tiene legítimo derecho a una vida digna.
De todos modos, aunque sin compartir en modo alguno un modelo de sociedad que estimula y asume tan grandes diferencias en el reparto de la riqueza, al menos, toda esa gente se gana la vida con un esfuerzo intenso y con una alta especialización, y tiene un sueldo determinado y limitado, aunque sea grande. Pero aún parece más sangrante el espectáculo de la especulación en gran escala, ese mercadillo nacional, ese Rastro rastrero de las grandes finanzas, en el que fábricas, empresas, inmuebles o solares pasan de mano en mano, como la falsa monea, llevando generalmente a rastras la vida de miles de familias, como los siervos de la gleba, pendientes de las jugadas de algún truste.
Siquiera, los grandes empresarios, aun dentro del sistema del lucro por el lucro, desarrollan riqueza, montan fábricas y crean puestos de trabajo. Pero esos mercaderes de la moderna economía generalmente no hacen más que comprar y vender lo que ya existe, como los niños cambiábamos estampas y canicas, con cifras de miles de millones de pesetas, que luego alguien -o sea, el pueblo en general- tendrá que pagar de una forma o de otra.
Todo este mundo, además, se presenta como el gran mundo, el modelo, el ideal de vida de una sociedad que da culto a la riqueza, al lujo, a la prepotencia sin pudor y sin tapujos. Los viejos ideales revolucionarios -marxistas o cristianos- están envejecidos, desteñidos, desinflados y desacreditados. Ya no se busca compartir, sino competir. Ya no basta tener, sino acaparar. No es suficiente ganar para vivir dignamente, sino que es necesario enriquecerse pronto y fácilmente.
Esta falsa filosofía, que no tiene nada de amor a la sabiduría, se diluye por los poros de toda la sociedad, penetra en todos los hogares, como la contaminación de las grandes ciudades. La clase media, la clase obrera del campo y de la fábrica, los intelectuales, artistas y profesionales liberales, todos nos estamos contagiando de este ambiente morboso que busca enriquecerse lo más pronto posible y con el menor esfuerzo. Y si no se puede llegar a ser rico, al menos, parecerlo: gastar, lucir y aparentar.
El principio del deber no solamente está vencido por el principio del placer; es que está desacreditado, ha caído en el ridículo y no hay quien se atreva a sacar la cara por él. El esfuerzo ya no tiene sentido. La fidelidad parece romanticismo trasnochado. La perseverancia, la constancia y la paciencia están arrumbadas en el desván de la conciencia como instrumentos anticuados, frente a la facilidad de la última o penúltima tecnología, y la palabra sacrificio da hasta risa.
Hay, por supuesto, mucha gente que no comparte este ideal sin ideales, pero el escaparate, el escenario y el prestigio se lo lleva este modelo, que presiona constantemente sobre el indefenso hombre de la calle, ganándole progresivamente rincones de su conciencia y cotas de su convivencia, en posibilidades y proposiciones deshonestas de viajes exóticos, vacaciones de lujo, coches sensacionales, viviendas suntuosas, muebles de firma, fiestas espléndidas, trajes sofisticados, joyas preciosas, inversiones fraudulentas y negocios más o menos limpios, etcétera.
Parece demostrado por la historia que tanto los individuos como las sociedades pueden morir lo mismo por el hambre que por la indigestión. Y en el mundo actual se dan, polarizadas y enfrentadas, estas dos situaciones: la opulencia del hemisferio Norte y la miseria del hemisferio Sur. Como hombre y como cristiano, creo que debemos -y aún podemos- reaccionar contra esta situación, que, además de ser injusta, inhumana y anticristiana, es una constante amenaza para el futuro de la humanidad.
Por lo que respecta a España y a su entorno de la Comunidad Europea, todos los que tenemos alguna responsabilidad social o colectiva -gobernantes y profesores, filósofos y teólogos, escritores y periodistas, políticos y sindicalistas, pastores de la Iglesia católica y de otras confesiones cristianas, líderes de otras religiones, etcétera- deberíamos promover una evaluación lúcida y profunda, serena y permanente sobre la situación y sus desastrosos resultados a corto, medio y largo plazo, tanto sobre el hombre y sobre la sociedad como sobre nuestro ecosistema. La riqueza de Europa, almacenada, podría ser la basura que apeste y que corrompa nuestra civilización.
Si se llegó a asumir aquello de que "la arruga es bella", ¿por qué no descubrir, como alguien dijo, que "lo pequeño es hermoso", o, con el cantautor Cabral, que "solamente lo barato se compra con dinero"? No han faltado en la historia de la cultura, de la filosofía o de la religión movimientos de carácter humanista que, con diferentes nombres y motivaciones -como el estoicismo, el budismo, el cristianismo, etcétera-, han sabido buscar los auténticos valores humanos, promoviendo un tipo de existencia y de convivencia de carácter sobrio, morigerado y sencillo, buscando la felicidad del hombre más en el ser que en el tener, más en compartir que en acaparar, más en los bienes del espíritu que en los bienes materiales.
Por lo que hace al cristianismo, al que pertenezco, al recordar el ideal de la pobreza evangélica, quisiera hacer un matiz, en relación con el título de este artículo, tomado de un conocido refrán popular que, completo, dice así: "Poderoso caballero es don dinero". Aunque en el sentido del mismo es alusivo a la riqueza, y así lo tomé en relación con el modelo de ciertos ambientes, yo distinguiría entre dinero y riqueza.
Creo que el Evangelio propiamente fustiga la riqueza, la acumulación de bienes materiales, pero no el dinero en sentido moderno, que es fruto del trabajo del hombre y medio del intercambio social para vivir y para compartir. Ese dinero es honrado, sano y santo, mientras que las riquezas son, en el pensamiento de Jesús, signo de insolidaridad con los hermanos, de desconfianza ante la providencia del Padre, y ocasión de servilismo y de idolatría del becerro de oro, que aleja del verdadero Dios.
Por lo mismo, conviene distinguir entre pobreza evangélica, llevando una vida sencilla y modesta, pero digna, y la miseria, que es siempre un mal contra el que hay que luchar, porque rebaja la dignidad del hombre. En este sentido, creo que el ideal de la pobreza evangélica es, en principio, asumible por todos los cristianos, y no solamente por los religiosos, aunque en las formas concretas de realización deban darse matices diferenciales según las diferentes vocaciones en la Iglesia y la sociedad.
Por eso, quiero insistir ahora en la responsabilidad especial que nos incumbe a los cristianos si queremos ser fieles a la predicacion de Jesús, al ejemplo de la primitiva Iglesia y al ideal de la predicación y la espiritualidad de 20 siglos. Tanto en el Evangelio como en el libro de los Hechos, san Lucas insiste especialmente en cómo es compatible la desbordante alegría con la pobreza, gracias a la presencia del Espíritu Santo.
Sin embargo, no siempre hemos sido fieles a este ideal, ni mucho menos. Tanto individual como colectivamente, hemos tolerado, y hasta justificado con mil excusas, que la riqueza mundana empobreciera nuestra auténtica riqueza cristiana. Casi siempre también, los grandes movimientos de renovación que se han producido en la Iglesia han insistido en recuperar la pobreza evangélica como uno de sus ideales.
Nadie puede predicar lo que no sabe. Nadie puede saber lo que no vive. Antes de predicar la pobreza evangélica, debemos vivirla. Hablando de la Iglesia católica española y, más en concreto, de los estamentos más representativos, creo que tanto los obispos como los presbíteros y religiosos de hoy viven con bastante sencillez, en general, salvo casos aislados, siempre posibles. Los laicos más conscientes y comprometidos, también han asumido el mensaje del concilio sobre la Iglesia de los pobres, y muchos de ellos renuncian a un tren de vida más confortable, por ayudar y compartir con mucha gente que está en el paro o en la indigencia '.
Sin embargo, también hay síntomas de que nos estamos contagiando del gusto por el lujo y la riqueza, el hedonismo y el consumismo. Nuestro modelo y nuestro Maestro, "siendo rico, por vosotros se hizo pobre, para enriquecerse con su pobreza", como nos recuerda san Pablo (2Cor 8,9). Y el mismo Jesús nos dice: "No podéis servir a Dios y a las riquezas"; "donde esté vuestro tesoro, allí estará también tu corazón" (Mt 6,21.24).
Los cristianos tenemos nuestra riqueza, nuestro tesoro y nuestra esperanza en los bienes del Reino de Dios, en el don del Espíritu, en el Evangelio y en los sacramentos, y todos los demás bienes hemos de usarlos como de paso, y sólo en tanto en cuanto sean estrictamente necesarios. Con amor al mundo y a las cosas, pero con un amor libre y que libera, que roza y que acaricia, pero que no se esclaviza ni esclaviza.
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