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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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La vara de detener

Uno de los aspectos de la fiesta que quizá ha conseguido suscitar mayor unanimidad entre los distintos estamentos que forman el mundo taurino es la sentida necesidad de proceder a la reforma de la suerte de varas. Claro, que tal vez esa unanimidad no vaya más allá de ese propio sentimiento de necesidad.Dentro de los distintos elementos que entran en juego en la suerte, es en uno de ellos, la puya, en el que, a través de un análisis histórico de su evolución, más puede observarse la degradación a que se ha visto sometido el primer tercio. De tal forma que si analizamos comparativamente las distintas normativas habidas al respecto a partir de finales del siglo XIX arrojaremos, a mi modo de ver, una luz especial sobre el mismo.

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Posiblemente a ningún bienpensante aficionado le sea de gran utilidad saber que el artículo 86 del vigente reglamento de espectáculos taurinos establece que la puya, es decir, el hierro de la vara de detener, en terminología clásica, debe tener unas dimensiones de 29 milímetros en cada arista por 20 milímetros de ancho en cada cara, pero sí puede serle interesante saber que estas medidas son exactamente las mismas que ya establecía, y sólo para una parte de la temporada, el artículo 29 del reglamento de 1917, es decir, 11 años antes de que en junio de 1928 se estableciera la obligatoriedad de los petos (de los petos de antes), las cuales son sustancialmente mayores que las que en 1880 se señalaban en la reglamentación para la plaza de Madrid del conde de Heredia Spinola, cuando aún se picaba a toro levantado y no se pensaba siquiera en la posibilidad de utilizar petos.

Si a lo anterior se añade lo que se puede dar en llamar el fraude del encordelado, el conocimiento de la evolución de la suerte se hace más completo e interesante. Este tema de¡ encordelado es realmente de una gran importancia, ya que a través de él podemos comprobar cómo se ha pasado de proporcionar al toro una herida superficial de poco más de dos centímetros de profundidad por algo más de uno y medio de anchura cuando aún se picaba sin peto y a toro levantado a inferir en la actualidad un boquete de casi 10 centímetros de profundidad por más de tres centímetros y medio de anchura picando con un caballo acorazado y a un toro ya parado. Es decir, que hoy, en condiciones de defensa infiniamente mayores, se propina al toro en cada puyazo una herida superior en más de cinco veces a la que se le administraba hace 100 años.

El encordelado

Ello ha sido posible gracias a una progresiva e imparada, hasta ahora, degradación en la forma que las distintas reglamentaciones han ido proporcionando al encordelado que se coloca a continuación del hierro, concebido en un principio como tope del mismo para que no profundizara más allá de sus propias dimensiones (encordelados de limoncillo o de naranja), el cual se convirtió, a partir del reglamento de 1917, con su continuación en los de 1930 y 1962, en prolongación del hierro mismo mediante el hábil subterfugio de adelgazarlo y colocar a su final un nuevo tope (primero la arandela y luego la cruceta), de tal forma que se conseguía, como decía Cossío, que hasta la arandela / cruceta todo fuera puya, con el agravante, además, de que todos estos reglamentos hayan ido siempre aumentando las dimensiones a pesar de que a su vez las protecciones de los caballos y picadores siempre hayan ido siendo superiores.

Todo esto, que en definitiva no ha sido otra cosa que convertir lo que originariamente era vara de detener en lanza de masacrar, ha supuesto, en conjunción con otros elementos de la suerte (caballo, peto o forma de ejecutarla), transformar lo que era prueba de la capacidad de acometimiento del toro en carnicería que poco o nada puede llegar a demostrar.

Juan Santiago es jurista

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