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¿De que hablamos cuando hablamos de demografía?

Hace apenas una década, la palabra demografía evocaba imágenes de hambrientos sobreviviendo entre los restos de un planeta exhausto. Hoy, alejado ese miedo, ha comenzado otro. Empieza a asustar un porvenir sin niños, hundido bajo el peso de los viejos, improductivos y costosos. De un miedo a otro, del desbordamiento a la implosión, la demografía adapta a cada momento las formas del eterno temor de los que tienen frente a los que carecen.Tras la II Guerra Mundial se produce en Europa un resurgir de la natalidad. Los índices de fecundidad y de nupcialidad se mantiene altos hasta mediados de los sesenta. En 1964-1965, al hilo de un buen momento económico, se inicia una caída generalizada de la fecundidad durante 10 años, hasta 1975, aproximadamente. El índice sintético de fecundidad pierde en Europa, durante esos años, alrededor de un 40%, dejando a países como la RFA en torno a 1,5 hijos por mujer. En la década siguiente, a pesar de la crisis económica, se produce un estancamiento. Durante los años de la crisis alcanzan sus índices más bajos países como la RFA, con 1,3, o Dinamarca, con 1,4, mientras otros fluctúan en torno a niveles más elevados, como es el caso de Francia, con 1,8-1,9 hijos por mujer.

En España la evolución ha sido distinta. La guerra civil provocó una caída en la fecundidad, especialmente en los años 1938 y 1939, seguida de una cierta recuperación en los primeros años de la posguerra, pero la fecundidad siguió cayendo hasta el año 1954. El babyboom no se produce aquí hasta 1955. El máximo de fecundidad se alcanza en 1964, con prácticamente tres hijos por mujer. En España, y en este caso también en otros países mediterráneos, como Italia, Portugal y Grecia, la disminución es muy moderada hasta 1976, lo que provoca un importante diferencial con el resto de Europa. A partir de 1977, la caída se acelera bruscamente, y en 1987, con 1,5 hijos por mujer, España se sitúa sólo por delante de Italia, que es ahora el país con menor fecundidad de Europa.

En los últimos años se observa una cierta reactivación de la fecundidad europea, aunque sería prematuro afirmarlo con rotundidad. Francia sigue manteniendo su nivel, elevado según las normas actuales, en torno a 1,82. En Alemania se observa un ligero incremento, situándose en 1,36 tras haber alcanzado un mínimo de 1,28 en 1985. El caso más curioso es el de Suecia, hoy el país que goza de la fecundidad más alta de Europa, prácticamente dos hijos por mujer, nivel que muy pocos demógrafos se hubiesen atrevido a vaticinar tan sólo hace unos años. En España la fecundidad continúa disminuyendo: en 1987 el índice medio del año fue de 1,5, y los índices mensuales (corregidos de la estacionalidad) seguían bajando, alcanzando 1,45 en diciembre, último mes disponible. Sin embargo, se observa un ligero incremento de la fecundidad de primer orden en 1985, último año para el que se dispone de datos desagregados.

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Un análisis algo más detallado, teniendo en cuenta el orden del nacimiento, anuncia una cierta recuperación de la fecundidad española en el futuro.

Por encima de la coyuntura económica, es evidente que sobre la caída de la fecundidad europea han influido decididamente dos factores: la extensión y eficacia de los métodos anticonceptivos y el papel de las mujeres en la sociedad, caracterizado por un alto grado de escolarización y su consiguiente entrada masiva en el mercado de trabajo. La crisis demográfica, evidenciada por los bajos índices de fecundidad, no es sino el resultado de la quiebra de un sistema de regulación de la reproducción hasta ahora limitado al ámbito de lo privado y de la familia y basado en la especialización de las mujeres y su confinamiento en el hogar para el cuidado de los niños. Hoy las tareas de reproducción entran en conflicto con el nuevo papel de las mujeres y su incorporación masiva al mercado de trabajo. No hay solución al problema demográfico sin solución de esta moderna contradicción.

Se ha repetido machaconamente que el descenso de la natalidad provoca un envejecimiento de la población. Si medimos el envejecimiento de una población por la relación entre el -número de ancianos y el número de jóvenes, es indudable que la población envejece cuando la natalidad disminuye. En España, las personas de 65 años y más representaban en 1981 el 11,3% de la población. En el caso de mantenerse la fecundidad al nivel actual de 1,5 hijos por mujer, el porcentaje sería del 16% en el año 2001: casi un anciano por cada joven, en vez de dos jóvenes por anciano en 1981. Estas cifras poseen en sí mismas un gran dramatismo.

Digamos en primer lugar, y para empezar a quitarle hierro al asunto, que nos beneficiaremos durante algún tiempo todavía de las altas tasas de natalidad anteriores y de la escasa mortalidad infantil, ya que la estructura de población correspondiente a nuestra mortalidad es netamente más vieja que la actual. Un incremento de la natalidad tendría indudablemente un efecto positivo sobre el índice de envejecimiento a corto plazo, pero a menos que el incremento fuese permanente y muy elevado, lo que parece poco probable, el problema no va a desaparecer.

No cabe duda de que será distinta una sociedad con un alto porcentaje de viejos. Se pueden prever consecuencias económicas derivadas de modificaciones en la estructura de la demanda, de la transmisión del patrimonio, etcétera. Algunos de estos cambios pueden ser difíciles de afrontar, pero constituyen nuestro futuro insoslayable, del que además muchos de nosotros, los viejos de mañana, seremos protagonistas. Es preciso prepararse a ello, en vez de intentar imposibles vueltas a un pasado que, como cualquier pasado, se caracteriza por su irrepetibilidad. Pero es que además todo lo que viene determinado por el número absoluto de ancianos, y no por su peso relativo, como puede ser la sanidad, la ayuda a domicilio, la oferta de ocio, los problemas de los muy ancianos o cuarta edad, etcétera, no lo va a alterar ningún cambio en la fecundidad.

En realidad, el problema que más preocupa en estos momentos, incluso angustia, es el de la cobertura de las futuras pensiones de jubilación.

El componente demográfico de la carga actual y futura de las pensiones es un hecho cierto, no modificable por ninguna evolución de la natalidad. Con más o menos hijos, habrá que pagar exactamente lo mismo si no varían otros factores no demográficos (proporción de beneficiarios, importe de las pensiones, etcétera). Esta evidencia suministra mayor claridad al debate. Conviene tener presente que la relación entre ancianos y personas en edad de trabajar en los próximos 15 a 20 años, hasta el 2001-2006, es independiente del nivel de la fecundidad de ese mismo período. Sólo a partir de aproximadamente el 2006 el mantenimiento de los bajos niveles actuales conduciría a una ratio más desfavorable que si la fecundidad aumenta.

Pero el número de personas en edad de trabajar no es más que uno de los determinantes, ni siquiera el más importante, de lo que realmente hay que oponer a la carga creciente de inactivos: la capacidad productiva. En la actualidad, la capacidad productiva de la población no ha alcanzado en España su techo ni de lejos. De los que están en edad de trabajar sólo hay un 36% de mujeres activas, frente a un 82% de hombres, mientras que en nuestros países vecinos esta tasa es más elevada: en Italia, el 42%; en Francia, el 57%, y en Suecia, casi el 8 1 %. Además, en España sólo el 80% de los activos consigue trabajar, con lo que, a fin de cuentas, únicamente el 47% de los que tienen edad de trabajar están produciendo. No cabe duda de que queda un amplio margen para compensar una posible disminución relativa de la población en edad de trabajar.

Resolver el problema del paro y facilitar el acceso de las mujeres al trabajo son los verdaderos retos que hay que afrontar y la única vía frente al esquizofrénico dilema de una sociedad que, sufriendo el grave problema social de un altísimo índice de paro y contando con la importante reserva productiva de sus mujeres, se deja angustiar por una hipotética penuria de brazos. Tesis difundida por ignorancia o por interés y que es preciso rechazar, tanto desde el punto de vista científico como ideológico.

¿Significa todo esto que hay que descartar la posibilidad y hasta la idea de política demográfica? Sí, si se trata de resolver a corto plazo los problemas que hemos apuntado. No, más bien todo lo contrario, si queremos adaptar nuestra sociedad a la importante mutación que supone la quiebra del sistema tradicional de regulación de la reproducción, aceptando como irreversibles y socialmente positivos el control absoluto de la procreación y el nuevo papel de las mujeres.

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