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Tribuna
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La botija

De la plaza de Oriente a la pradera de San Isidro, mi abuela viajaba en una tartana de mulas ataviadas con flores y adornos. ¡Al santo! ¡Al santo, un real! La tortilla y la ensalada, todo envuelto en servilletas de cuadros.Iba temprando a la ermita a oír misa y a beber las aguas. Los feriantes vendían almendras garrapiñadas y guirlaches, rosquillas tontas y listas. Toscos dulces que las jovencitas devoraban correteando por la pradera mientras las madres tendían los manteles sobre una planicie vacía de árboles, castigada por un sol que secaba la garganta.

Acudían los alfareros de Extremadura, que habían salido meses atrás de su tierra con los borricos vencidos por la carga. Voceaban su mercancía: "Botijas y botijos. para el verano". Luego, mi abuela cosía un gorrito de ganchillo para los orificios de una botija previamente curada con anís.

En torno al mantel se retenía toda la familia: un tío Manolo, el guardia; una tía Jacinta que llegó a ser reputada costurera; Carlitos, empleado de Correos; una tía Herminia que se metió monja, y un pariente, alabardero en palacio. El de San Isidro era el único día de fiesta del año.

Los jóvenes bailaban entre la intensa polvareda al son de una orquestina que apuntaba los ritmos de la zarzuela. La garganta seguía resecándose. Hasta que el primo Antonio cajista de imprenta, se calaba la gorra y decía: "Vámonos Tinina, que por aquí no pasa la calle de San Bernabé".

La guerra sembró de muertos la pradera de San Isidro. Muchos madrileños dejaron de acudir a la romería por no plantar los manteles entre la tumbas y las cruces. Mi abuela no entiende el afán de recuperar la romería. Era otra ciudad, dice, "de gente buena".

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