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Las calles de Nueva York

No existe ninguna zona, urbana o rural, de Estados Unidos que no esté azotada por la plaga moderna de los homeless, miles de personas sin hogar que vagan por las calles arrastrando sus harapos, sus alucinaciones y sus enfermedades mentales. Este espectáculo, cada día más omnipresente, se califica como un ataque a la estética, en el mejor de los casos, y como un verdadero escándalo moral, en el peor. Una proporción muy alta de estos homeless padece enfermedades mentales crónicas y en otra época hubieran sido internados en hospitales psiquiátricos estatales estas son las conclusiones a que llegó un informe preparado en 1984 por una comisión de la Asociación Americana de Psiquiatría.No se puede tratar el problema de los enfermos mentales sin hogar sin tener antes en cuenta el cierre masivo de hospitales psiquiátricos derivado de las políticas de desinstitucionalización. Al concluir la década de los cincuenta, una serie de circunstancias confluyó para alentar estas políticas que, poco a poco, fueron reduciendo sustancialmente el número de enfermos mentales internados en hospitales del Estado. Por una parte, se descubrieron los neurolépticos, drogas que tuvieron una influencia terapéutica sobre la esquizofrenia, mientras el movimiento antipsiquiátrico negaba la enfermedad mental. Por otra, se esgrimieron las condiciones indignas que imperaban en algunos hospitales psiquiátricos para defender los derechos del enfermo mental a escoger su propio destino y a reinsertarse en la comunidad. Todo esto, unido a los costes astronómicos de la atención institucional, se tradujo en la apertura de las puertas de los hospitales norteamericanos, que en 1955 albergaban a 552.150 enfermos y en el presente año apenas si llegan a 110.500.

Para muchos de estos enfermos, más allá de los muros de los hospitales, el mundo es una auténtica jungla, plagada de una burocracia sanitaria o asistencial que no comprenden y carente de un techo bajo el que protegerse, bien sea en forma de viviendas sociales o de prestaciones financieras que les permitan vivir de acuerdo con unos estándares mínimos. Como consecuencia, miles de ellos viven ahora en las calles de las ciudades norteamericanas, libres, eso sí, pero sin un techo.

La ciudad de Nueva York, foco de la atención internacional, muestra de una forma dramática lo grave del problema. Cada noche, 10.363 personas solas, aparte de otro batallón de familias en similares condiciones, duermen en los asilos municipales, una cifra que se ha multiplicado casi por cuatro en sólo ocho años. Cuando se estudia más de cerca a estos marginados, se descubre que un 63% de ellos manifiestan activamente síntomas de trastornos mentales. Sin embargo, éstos son los casos menos serios, puesto que los 2.000 marginados que ni siquiera aceptan albergarse en asilos padecen una incidencia aún mayor de enfermedades mentales graves.

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Conmovidos por el sufrimiento de estas personas y avergonzados por la situación, tanto las autoridades municipales como los profesionales de la psiquiatría están comenzando a poner en práctica medidas para paliar los estragos causados por la desinstitucionalización. Así, la ciudad de Nueva York lanzó en octubre de 1987 el primer programa destinado a recoger de las calles a los enfermos mentales graves sin hogar, que no atendían sus necesidades esenciales de techo, alimentación, ropa y cuidados médicos, y que, como resultado, ponían en peligro sus vidas. El Proyecto Ayuda (Project Help), como se conoce este programa, recoge y evalúa a estos pacientes, y después los traslada a la sala de urgencias psiquiátricas del hospital municipal Bellevue, para un estudio más completo, tras el cual, de ser necesario, se los ingresa en una dependencia psiquiátrica de cuidados intensivos, incluso en contra de su voluntad.

En año y medio, este programa ha retirado de las calles a más de 500 enfermos mentales graves sin hogar, que han recibido atenciones médicas y psiquiátricas muy necesarias. Esto no ha pasado inadvertido ni para los profesionales de la salud mental, ni para los medios de comunicación ni para el público en general. Por el contrario, ha enfrentado directamente a estos grupos con el delicado equilibrio entre el respeto a los derechos civiles de los enfermos y la atención a sus necesidades, creando un espinoso dilema social en cuyo centro se encuentra la negación de la enfermedad mental.

Y es que, a diferencia de la mayoría de los trastornos fisicos, la enfermedad mental se caracteriza, a menudo, por la negación del paciente a aceptarla. Tal negación se refuerza y complica con la que ejercen mu chos sectores de la sociedad, cuyos miembros temen enfrentarse a la existencia real de estas dolencias, escudándose en la posible discriminación contra estos enfermos, o a causa de sus propios miedos a ser víctimas de ellas. La popularidad de la obra de Ken Kesey Alguien voló sobre el nido del cuco ilustra la ambivalencia de nuestra sociedad, su temor y rechazo a la enfermedad mental. Algunos eruditos, que apoyan la idea de la enfermedad mental como comportamiento desviatorio de significado político, se suman también al bando de los negadores bajo el argumento de que las enfermedades mentales son meras metáforas creadas por el Estado para mejor controlar a la sociedad, o por la profesión psiquiátrica para justificar su existencia.

Frente a esto, el ciudadano común y corriente cada vez entiende menos y rechaza más lo que percibe bien como el abandono de los enfermos mentales por parte del Gobierno, bien como la cruzada particular de los activistas de las libertades civiles para condenar a estos desamparados a vivir una existencia miserable y peligrosa en las calles y quizá a morir con sus libertades puestas. Porque la libertad tiene escaso significado para este ejército de marginados cuyas acciones diarias están gobernadas por los elementos y otras fuerzas infinitamente más poderosas que cualquier intervención clínica. Si aceptamos un concepto positivo de la libertad, estos enfermos tienen ciertamente derecho a ser dueños de sus propias acciones, pero también a verse libres de alucinaciones y delirios, y de la prisión que es la enfermedad mental.

En definitiva, el dilema de si hay que hospitalizar o no a los enfermos no capacitados para decidir por sí mismos ni para pedir ayuda no puede resolverse en base a las decisiones de los psiquiatras o los familiares. Son las políticas sociales, derivadas de los valores que rigen en la comunidad, las que deben clarificar qué hacer con estos pacientes, porque el peso de la decisión para tratar a los enfermos mentales graves contra su voluntad recae sobre la propia sociedad. El valor que se concede a la libertad individual y a la libre determinación, lo mismo que al grado de tolerancia sobre las desviaciones y sufrimientos humanos, debe ser marcado por la sociedad. Pero, a falta de unos pronunciamientos claros, los cuidados psiquiátricos involuntarios seguirán siendo un tema controvertido no sólo en Estados Unidos, sino en todo Occidente, donde el problema de los enfermos mentales marginados es ya bien visible. De hecho, es posible que no se logre nunca un equilibrio perfecto entre los intereses de los pacientes y los de sus familias, el Gobierno y la comunidad, porque es obvia la dificultad de amortizar la defensa de las libertades civiles con la imposición de los tratamientos disponibles para estos enfermos, sin emplear la coerción.

es doctor, dirige los servicios hospitalarios de salud mental de la ciudad de Nueva York (Estados Unidos).

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