Esperando el final
LA PROFECÍA popular dice que un día saldrá un coche de más en una ciudad cualquiera, paralizará el tráfico para siempre y convertirá las calles en una masa sólida. Ese día del automóvil de más -que, con toda probabilidad, sucederá en Madrid- coincidirá, según los estudiosos científicos del tema, con una víspera de fin de semana largo, una fecha de paga -y, por tanto, de gasolina fresca-, unas gotas más de lluvia, la inauguración de una obra que cierre alguna otra calle, tal vez una manifestación, y la enfermedad de un guardia urbano que abandone su puesto clave.Lo malo de todo es que probablemente no ocurra nada más, salvo, naturalmente, el colapso, la úlcera o el internamiento psiquiátrico de un automovilista tras otro. Lo peor, que tampoco hay soluciones. A veces exaspera la ausencia de previsiones para estos nuevos problemas contemporáneos, sobre todo cuando coinciden con la complacencia de lo coyuntural: ¿no tenemos, acaso, el nivel de crecimiento económico más alto de la CE? La autos ati sfacción con la que el Gobierno (y los organismos internacionales, como, por ejemplo, el último y radiante informe del FMI sobre España, sin duda el más elogioso de los últimos años) alimenta las cifras macroeconómicas aumenta en la misma proporción en que decrece su preocupación por una calidad de vida que ese incremento económico no sólo no garantiza por sí mismo, sino que, en ocasiones, contribuye a deteriorar. Ésta es la gran contradicción: la calidad de la vida en España, en algunos aspectos y para muchas capas de la población, empieza a convertirse en un nuevo problema de salud pública. La fascinación por el PIB es, llevada al extremo, un engaño. ¿De qué nos sirve poder comprarnos un vídeo último modelo si los trenes no corren, el pavimento está lleno de basura hasta las rodillas, los teléfonos no nos comunican y las mujeres temen salir de noche por la calle?, es una pregunta recurrente sobre la que conviene reflexionar. El PIB sólo mide las mercancías y servicios producidos durante un año en un país; la riqueza y el bienestar de una sociedad son cosas bien distintas.
En lo que se refiere en concreto al tráfico, la Administración no se ha detenido siquiera a valorar lo que está suponiendo en horas perdidas, enfermedades laborales y deterioro en general de eso que, también por utilizar la terminología economicista, se denomina la fuerza del trabajo. Es cierto que hay declaraciones públicas y peticiones de planes de actuación, pero muy pocos hechos. He aquí una útil explicación a demandar a quienes aspirar. a convertirse en representantes locales o autonómicos de muchos ciudadanos.
Algunas ciudades españolas tienen más organizado el caos circulatorio, quizá por la previsión de su trazado céntrico en otros tiempos y por una educación más antigua y una riqueza menos nueva y ansiosa, como en Barcelona. Pero la situación de esta ciudad antiejemplo que es Madrid parece sin arreglo; cuando en un tiempo, con Tierno Galván como alcalde, se pretendió la disuasión, con calles peatonales y nuevas direcciones prohibidas, sólo se consiguió aumentar el recorrido de cada automóvil entré dos puntos; las restricciones de aparcamiento dieron un resultado inverso: las dobles y triples filas; las multas no son disuasorias; las grúas prácticamente se han retirado. Es decir, las medidas malthusianas no han conducido a nada.
En ocasiones, las autoridades no han tenido otra respuesta al tráfico que descargar la responsabilidad sobre los usuarios, a quienes se acusa de ignorancia, insolidaridad y desobediencia civil; es la contestación del ultraliberalismo, el traslado de los vicios a la sociedad civil. En otros países europeos hay también ignorantes, insolidarios y desobedientes, y también, en muchos casos, menos problemas de tráfico. En realidad, en Madrid y otras ciudades españoks el conductor se asemeja a un ciudadano que chilla a los demás por la ventanilla de su automóvil mientras recibe los gritos de los otros. Y todos esperan con fruición -dada la vocación suicida que tenemos- a que llegue el día del automóvil de más, del miedo a la lluvia, del autobús varado, del consumismo de la gasolina y de las autoridades atónitas por sus problemas políticos para que la urbe se convierta en una gran masa de chatarra de importación.
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