Maratones para el pueblo
Hay una forma de atasco madrileño que es la monda y del que directamente se puede deducir que al personal le toman el pelo. Es el que se organiza gracias a esas competiciones populares consistentes en que 3.000 oficinistas transporten su carne dubitativa por el centro de una ciudad decorada con tubos de escape. Durante la mañana del pasado domingo, el deporte municipal consiguió atascar hasta la M-30, convirtiendo la parte oeste de la capital en una especie de chatarrería al ralentí. La gente escapaba de la circunvalación por donde podía. Los que lo hicieron por Santa María de la Cabeza en dirección a Embajadores se encontraron con que, al llegar a la glorieta, la policía municipal había montado un desvío sin aviso de ninguna clase, devolviendo a los automovilistas hacia otra zona más atascada todavía. Y esto después de invertir una hora en recorrer aproximadamente un kilómetro. Como todo el mundo sabe, es costumbre de la autoridad cerrar accesos y organizar desvíos sin advertirlo en las calzadas con antelación. Una tradición del casticismo madrileño.Es cierto que los periódicos y las cadenas radiofónicas habían insertado los anuncios de esa hecatombe, pero no es obligación de los automovilistas haber leído el periódico o escuchado la radio antes de las doce de la mañana. En cambio, es obligación del Ayuntamiento informar del cierre de las vías de tráfico y proponer alternativas en los trayectos afectados. No en los periódicos, la televisión, las hojas parroquiales o en los cupones de la ONCE, sino en la calzada. Hay que concluir que el Ayuntamiento define al automovilista no como el responsable de un vehículo con motor, sino como un sujeto que lee el periódico y escucha la radio a tempranas horas de la mañana. A partir de ahora las infracciones de tráfico deberían ser castigadas con la cancelación de suscripciones a diarios y con la confiscación de antenas. Es lo justo. Y por lo que se refiere a la obtención del carné de conducir, el examen consistirá no tanto en demostrar la pericia con el coche y el conocimiento de la norma como en hacer gala de una especial retentiva para las informaciones de prensa.
Por lo demás, todavía queda en el aire la utilidad de esas manifestaciones atléticas. En el deporte, desde luego, no redunda. La mayoría de los participantes hace mucho que construyeron su futuro al margen de sus cualidades orgánicas y, en general, lo tienen ya asociado a la beneficiosa relación de sus nalgas con una silla de oficina. Con esto nadie niega que la exhibición les haga felices. En primer lugar, se disfrazan. En segundo, miles de personas están obligadas a contemplarles desde las ventanillas de sus coches. Durante unas horas, empleadas preferentemente en evitar que los jadeos les hagan desembuchar el intestino, son admirados como protagonistas de un hecho glorioso. La grisura de la vida cotidiana estalla por unos momentos en chispazos de justa fama. Mientras reluce su conjunto Adidas recién adquirido en la tienda de moda de la urbanización. La muñequera azul, el pantaloncito azul, la camiseta azul, sesgado todo por una bonita raya blanca. Supongo que esos seres instantáneamente felices quedarán agradecidos de por vida al municipio que tanto les ha dado. Así pues, ¿serán las maratones municipales un sistema de reclutamiento político como el pan y circo de los romanos?
Por otra parte, me resisto a creer que hagan afición entre los más jóvenes. Dado que el público consiste mayoritariamente en automovilistas damnificados, los futuros maratonianos son en ese momento niños sudorosos, congestionados, que se hacen pis en el asiento y que, gracias al atletismo popular, acceden a los primeros síntomas de la histeria, de la claustrofobia y del desamparo colectivo. Cuando no regresan a la etapa uterina y con el pulgar en la boca deciden volverse autistas. Y esto sin hablar de lo edificante que resulta para ellos escuchar las blasfemias del padre y los puñetazos en el salpicadero mientras la permanente de la madre deshace sus rizos suavemente en un baño de angustia. Lo más probable es que le cojan una fobia definitiva a cualquier cosa que se mueva en pantalones cortos.
Si por lo menos les lloviera. Pero aquí sólo llueve cuando no hay a mano otra desgracia.
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