Dakar, demencial sala de espera
Senegal celebra una jornada de duelo tras los enfrentamientos con los mauritanos
En Dakar te aplastan el polvo, el calor y la miseria. Unas cuantas palmeras raquíticas no logran dar a la capital de Senegal ni frescura ni encanto. Lo más admirable de esta ciudad son sus habitantes, cerca de un millón de hombres y mujeres de raza negra, de una pobreza tan grande como su estatura, su belleza física y la elegancia con que llevan sus multicolores bubus. Los habitantes de Dakar celebran hoy una jornada nacional de duelo, pero más que tristeza por los enfrentamientos con los mauritanos, los negros de Senegal sienten un manifiesto orgullo por la lección que dicen haber aplicado a los moros.
Si uno tuviera que guiarse por las palabras escuchadas al policía de fronteras, al taxista, al camarero, al soldado, a todo el mundo, los problemas con los moros no están ni mucho menos resueltos. "En Nuakchot han cortado los pechos a nuestras mujeres y los genitales a nuestros hombres. La sangre vertida aquí no es suficiente para vengarlo", dice Matar Sop, un vendedor de artesanía con el aspecto más pacífico del mundo. Los senegaleses son unánimes al denunciar el racismo de los más o menos blancos beduinos del Sáhara.Los moros, afirma, sólo abolieron la esclavitud en 1980 y aún la siguen practicando de modo encubierto. Los moros son guerreros y pastores de cabras y camellos que asolan los campos cultivados por los negros en las orillas del río Senegal. Los moros odian los trabajos manuales, y en la misma Mauritania son los negros los que hacen de albañiles, carpinteros, zapateros o mecánicos. Los vecinos del norte del río Senegal son musulmanes como los del sur, pero fueron ellos los que empezaron esta guerra, con el agravante de la violación del mes sagrado del Ramadán.
Barricadas
Unos 12 kilómetros separan el centro de la ciudad de las instalaciones de la Feria Internacional de Dakar. Cenizas de neumáticos incendiados y restos de barricadas señalizan ese camino como el que las desencadenadas turbas senegalesas intentaron impedir a su Ejército el traslado de unos 30.000 refugiados mauritanos. Unos 4.000 moros permanecían aún en la mañana de ayer en la Feria Internacional, bajo la custodia de los soldados. Eran todos varones, ya que las mujeres y niños habían sido evacuados en los días anteriores.Los moros esperaban allí su turno para viajar en camiones militares al aeropuerto de Dakar, desde donde los panzudos aviones Hércules enviados por España, Francia, Marruecos y Argelia les repatriarían a Nuakchot, la capital de Mauritania. Estaban acuclillados en largas filas y sus miradas revelaban que la camisa no les llegaba al cuello. Muktar, barbita de chivo, túnica saharaui azul, Corán apretado en el sobaco, contaba que era miembro de una familia de marabuts o santones religiosos instalada en Dakar desde hacía cuatro décadas. Lo ocurrido, afirmaba, era la voluntad de Dios. A su lado, Ahmed, un comerciante arruinado en una sola jornada, le daba la razón. El Ejército senegalés, coincidían, les había salvado la vida frente a los manifestantes de Dakar.
El pabellón que albergaba a los mauritanos olía a orines y excrementos. Trozos de pan mojado en agua parecían los únicos alimentos disponibles en aquella demencial sala de espera para el vuelo de emergencia a Nuakchot. Una cordillera de maletas destripadas, ropas y radiocasetes rodeaba a los fugitivos. Los senegaleses no les permitían llevarse absolutamente nada, ni siquiera las fotos familiares, por no hablar del dinero. Los soldados negros contaban kilos y kilos de billetes incautados.
Senegal cuenta apenas con 11.000 soldados, y eso se nota en las calles de Dakar. Pese al estado de sitio y al toque de queda, los uniformados se perdían en el hormiguero de la capital como nuevos granos de arena en la playa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.