Emociones
Hablamos del mundo y de pronto descubrimos que todo es explicable. Años atrás nos habíamos emocionado ante las peores noticias de la especie humana, arrancábamos esquirlas de indignación de nuestras frases e incluso alguno de los nuestros nos debió decir: "Ahí os quedáis", y desapareció a sus revoluciones olvidadas. Ahora, con esas arrugas de más que da la convivencia letal con la pantalla, recibimos ecos de guerras o injusticias y las metabolizamos con la liviana irritación de la estadística. Interpretar el dolor es aprender a que no duela. Desde lo de Feuerbach sabemos que limitarse a indagar el origen de las cosas y renunciar a cambiarlas es todo uno. Entre la emoción y el dato nos quedamos con el dato. Es más moderno y no consume energías del espíritu, esas que tanta falta nos hacen para decirle a Maripili que se acabó o para negarle la vespino al chico.Pero de cuando en cuando toca moralina. Y la solidaridad, aquella palabra desvencijada, vuelve a repartirse en las expendedurías electrónicas. Se trata ahora de solidaridades de marca con patrocinador de lujo que las avale. Descubrimos los indios del Amazonas con Sting; con Brigitte Bardot y la Thyssen, la matanza de animales peludos, y las multinacionales de la televisión nos enseñan el bien llorar por nuestros hermanos cetáceos. Los creadores de emociones han suplantado los sentimientos espontáneos de nuestra juventud con un programa de escalofríos calculados. Han descubierto nuestra predisposición a la llantina y nos ofrecen causas inocuas para desahogarnos. Difícilmente volveremos al bricolaje de las solidaridades próximas, las del trabajador con el parado, las del libre con el cautivó, las del ciudadano con su ciudad. El mendigo de la esquina ya no pide compasión, sino un informe con muchas cifras. Nos resulta más cómodo ser expertos que meramente humanos. De día contamos injusticias cercanas y, por la noche nos vestimos con un moderno traje confeccionado con piel de gallina.
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