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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Quién defrauda

EL DESEMBARCO en la mayoría socialista que gobierna el Ayuntamiento de Madrid de dos concejales del Centro Democrático y Social (CDS) es, por ahora, el último episodio de una casi constante serie de fugas de representantes públicos de un partido a otro, en lo que supone, sin duda, un manifiesto fraude a la voluntad expresada por los electores en las urnas. Sin embargo, hay que decir que no es el CDS, el partido que ahora protesta airado por lo que considera una maniobra de acoso, el más cargado de razón para denunciar los hechos. En realidad, el grupo que lidera el ex presidente Suárez es, en una medida no desdeñable, una amalgama de tránsfugas de otros partidos que también vendieron las intenciones del electorado. Los airados dirigentes del CDS no han hecho, que se sepa, ningún asco al aluvión procedente de otras formaciones políticas que ha ido engrosando su grupo parlamentario desde las elecciones de 1986.Al margen de las protestas de turno, la realidad es que el encorsetamiento del actual sistema electoral -listas cerradas y bloqueadas y unos reglamentos que anulan la iniciativa política de diputados y concejales- consagra el predominio de los intereses de las ejecutivas de los partidos sobre los de sus representantes y en consecuencia, sobre los de los electores. De forma que ha ido tomando cuerpo una cierta degeneración del sistema de representación política que supone, también en alguna medida, un engaño a los electores, cuyos intereses son defendidos por sus representantes sólo en la medida en que ello esté de acuerdo con las previsiones de los estados mayores de los partidos. Reducida de esta forma la capacidad de iniciativa personal de los elegidos y sus posibilidades de discrepancia, no es extraño que ésta se exprese con frecuencia en el abandono del grupo correspondiente.

Pero, con todo, esta práctica política viciada plantea un problema institucional grave porque, mientras el sistema electoral español no cambie, los elegidos lo son en tanto que miembros de un partido, y es más que dudoso que puedan disponer a su libre albedrío, justificadamente o no, de esa representación. La extensión de esa práctica, si fuera aceptada acríticamente como algo normal, puede convertirse en campo abonado para la corrupción política. Porque sería muy difícil, cuando no arbitrario, determinar en cada momento si el trasvase en cuestión obedece a consideraciones de sana política o a las expectativas de cargos y prebendas no obtenidas en el propio grupo. Recuérdese, si no, lo ocurrido tras las elecciones autonómicas gallegas de 1985.

No parece, sin embargo, que éste haya sido el caso de los dos concejales madrileños del CD S. En la decisión dé éstos tiene mucho que ver la errática trayectoria de un grupo bisagra más empeñado en amenazar al equipo de gobierno con una jamás sustanciada moción de censura que en instrumentar una política positiva capaz de compatibilizar la defensa de su programa con la gobernabilidad del Ayuntamiento. La operación política consumada en Madrid vuelve a poner de relieve las carencias de un sistema cuya reforma es cada vez más urgente acometer.

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