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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La revuelta albanesa

LA DERROTA y desaparición del imperio austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial produjo alteraciones sustanciales en el mapa europeo. En 1919 se planteaba, por ello, el problema de reemplazar esa gran ortopedia de la historia que fue la monarquía de Viena, para dar satisfacción a sus principales componentes nacionales. Así, las potencias santificaron la creación del Estado yugoslavo, que agrupaba, como su nombre ¡indica, a los eslavos del sur. En esa federación de pueblos y culturas se incluía lo que desde el punto de vista del poblamiento era la esquina nororiental de Albania: el territorio de Kosovo, al que una enmienda de la Constitución serbia aprobada esta semana ha despojado de toda verdadera autonomía; y, esta mutilación se halla en la raíz de lo que ya puede calificarse de inicio de revuelta contra Belgrado.La escueta franja de territorio que ocupa Kosovo es lo que el grupo serbio, mayoritario en la federación yugoslava, considera su hogar nacional histórico. Por esta razón, el hecho de que Kosovo se constituyera en 1974 como provincia autónoma dentro de Serbia abrigaba precisamente la intención de recortar la fuerza de esta nacionalidad dentro de la federación. El que ahora se vuelva prácticamente a la situación anterior representa tanto un peligroso sometimiento a la poderosa individualidad serbia como un reconocimiento de la insuficiencia del sistema de contrapesos y controles ideado por el creador del Estado federal yugoslavo, el mariscal Tito.

Durante el mandato de este último, de 1945 a 1980, su sola estatura como uno de los grandes líderes del no alineamiento, la audacia de su gesto de independencia ante Moscú y su capacidad de arbitraje desde su posición de croata no nacionalista mantuvieron en equilibrio tolerable las malas relaciones históricas entre serbios y albaneses de Kosovo. A su muerte se ha visto que esa figura reinante por encima de todos que había desempeñado en su tiempo el emperador vienés, y cuyo manto había heredado con parecida majestad Josip Broz, nadie estaba en condiciones de encarnarla, y menos aún el mecanismo de sucesión colectivo establecido en Belgrado. Y desde entonces las tensiones nacionales en Yugoslavia no han dejado de crecer, estimuladas por una situación económica crecientemente deteriorada.

Lo que la revuelta de Kosovo, con toda su amenaza de guerrilla montaraz, plantea hoy es la continuidad de la propia forma del Estado. La vía de la federación con amplios poderes depositados en los elementos constituyentes parece que difícilmente es sostenible sin un elemento de cohesión central como era el mariscal-guerrillero. Pero al mismo tiempo, cualquier centralización del aparato de Gobierno común a las seis repúblicas yugoslavas sólo puede pasar por el acrecentamiento de los poderes de Serbia y quizá de Croacia -como en el caso del imperio austrohúngaro, una bicefalia compleja para la salvación del Estado-, lo que despertaría algo más que los recelos de las nacionalidades menores, y de lo que la agitación de Kosovo podría ser sólo un ameno preámbulo. Pillado así el país entre lo impracticable actual y lo intolerable por venir, el futuro de la federación se presenta intratable.

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Yugoslavia es un país que sólo tiene verosimilitud hacia el exterior, con lo que hablar de un patriotismo de Estado es pura entelequia; y sin embargo, la existencia de una agrupación política que ponga orden en este pantano de nacionalidades, lenguas y fronteras que es ese bajo vientre europeo, como lo llamó Churchill, complicada aún más por las hoy durmientes reivindicaciones de Bulgaria sobre la Macedonia yugoslava y un soterrado irredentismo albanés, parece imprescindible para la paz en Europa. Reinventar Yugoslavia, sobre todo sin Tito, sería una empresa cargada de ominosos interrogantes; por ello, el célebre conllevarse de Ortega, junto, quizá, a reformas ineludibles de funcionamiento, parece hoy la única respuesta a una situación que quema las manos de quien la toca. El desaparecido imperio austrohúngaro es sólo hoy un recuerdo, pero los problemas surgidos en su estela prueban que tenía un sentido después de todo.

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