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Tribuna:OFICIO DE PASEANTES
Tribuna
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La noche más oscura

Había hecho tiempo adrede para salir más tarde. Recalentó silla, repasó agenda y pensó en la hipoteca de su casa varias veces antes de echarse a la calle, casi a las once y media de la noche. Ni siquiera el redactor jefe aguantó tanto.Ahora recordaba la sensación extraña que sintió al ver la redacción vacía y los ordenadores ciegos y alineados, que se le antojaban cabezas de Salman Rushdie ya cortadas y expuestas a la contemplación de las señoras de la limpieza.

Esta noche iba a ser distinta. Hacía un calor impropio M mes de marzo, que le permitía caminar cómodo, relajado casi, si no fuera por el hormigueo de la transgresión que atizaba su instinto.

El buen tiempo reinante le recordaba el verano pasado, cuando quedaba con los amigos para ir de terrazas y se mezclaban entre aquel montón de gente ebria y gesticulante aupada a sus gin-tonics como a un árbol de vida, y un deseo tan eléctrico como disperso que circulaba como neblina caliente.

Un don nadie

Pero él era un misomierdas, un don nadie que jamás había tenido un mal deseo ni caminado solo por una calle oscura a las cuatro de la mañana ni entrado en un bar de putas a no ser en la despedida de soltero (y se puso malo de garrafón podrido) ni charlado con un desconocido en la barra de un bar en el anonimato de la noche ni mucho menos trabado relación carnal en el furtivo reservado del alcohol y la música. Un pajillas.

Y tanto que un pajillas -pensaba-, pero hoy no habrá película de vídeo, ni Derecho a discrepar, ni ciclo Robert Redford. Hoy la noche es mía.

Le pareció propio comenzar por Chicote, y al enfilar la Gran Vía, los mismos anuncios de siempre se le antojaban secuencias de París-Tejas y la gente venida directamente de los estudios Cinecittá para acompañarle en su aventura. Allí pensaba encontrar no sé qué rebufo de la historia, algo entre sutil y penetrante que, según sus ideas, no podría encontrar en otro sitio.

Ni rebufo ni hostias. A esas horas Chicote era un gran guirigai de modernos y ejecutivos de medio pelo en el excitante trance de descubrir el dry-martini. ¡Que más da! Se trasegó el whisky mirando de reojo al camarero más avejentado. Éste, se dijo, éste estaba ya aquí cuando lo de los falangistas, la penicilina y las golfas. Cerró los ojos e imaginó en la calle coches de gasógeno y el yugo y las flechas brillando sobre los muros del Círculo de Bellas Artes. Al abrirlos casi confundió el culo de su vecina de taburete con el espacioso culebreo Zle Celia Gámez. No vio más, no sintió más, y lo dio por bueno. Sin decepción rodó la puerta rumbo a los oscuros designios de la calle del B arco.

Allí cambiaba el mundo. De pronto estaba en el ambiente de una novela de Dashiell Hamett o en el escueto y ampuloso -contradictio in ténninis, sonrió- decorado de un poema de Rimbaud. En las aceras mal iluminadas y estrechas se alineaba la carne de perdición, bajo forma de señoritas escuálidas, tambaleantes, de ojos profundos e inexpresivos como el corazón de un vietnamita (según le había hecho saber alguna lectura de Graham Green). Sentía miedo. Una sensación extraña entre la repulsión y el torno del dentista. De la penumbra del muro se le abalanzó una jai de enormes pechos, que fue directa al grano: "Te la voy a dejar dormida para un año, amorcito". Arqueaba sus labios con lentitud y volvía a unirlos con igual parsimonia. Él lo veía todo con sorprendente claridad: los pechos, la boca, el talle fondón y las palabras que se materializaron en su magín como un anuncio de neón que relumbrara en la noche. Esquivó el azaroso amor torciendo por La Puebla hacia Ballesta.

Creció la oscuridad, en la que podía sentirse el bisbiseo de las jeringuillas depositando gotas de luz en negras venas. Caminaba por el centro de la calle y sentíase avanzar entre dos fuegos, dos corrientes malignas por ajenas que provenían de los portales, de los cierres de las tiendas, de los grupos de gente que muy junta consumía su propio anonimato.

La Ballesta hacia honor a su nombre y se cimbreaba en oleadas de voces y de luz. En las puertas, aplicados mercaderes aireaban las delicias del interior y repartían bonos para el paraíso del alcohol. Entró en La Parra.

Otro 'Whisky'

Aún claro, dueño de su andar, arribó a puerto: otro whisky. Lo bebió sin sentir, haciendo enterramiento al miedo que acababa de pasar. En torno suyo, descontadas las chicas de la barra y las que pululaban entre los hombres, había un gentío entre el que era incapaz de imaginar ningún parentesco. De súbito le vino la urgencia del verso, y abriendo el esfinter de su imaginación rasgó sobre el posavasos: "Matriceros, carpinteros / electricistas, toreros / metalúrgicos y putas. / Y don Manuel, más humano / repartidor de butano". Se aplaudió con otro trago y rasgó el posavasos para no ofender.

Carlota es alta, de carnes prietas y brillantes, de caderas redondeadas como un sarcófago egipcio, de grandes ojos y generosas tetas, pero, sobre todo, Carlota es negra. La estuvo mirando y remirando mucho, en realidad la estuvo mirando hasta que se sintió suficientemente borracho. Entonces alargó la mano hasta su cuello y atrajo su cabeza hacia él.

La intención santísima fue besarla, pero justo antes del embroque ella se detuvo. Sus labios se abrieron en una sonrisa que a él le pareció un amanecer, y dijo: "Son diez mil". Y él balbuceó: "Pues vale".

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