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En Italia cambia el cambio

De Gaulle tuvo ministros comunistas a la liberación, y también los nombró Mitterrand en su primer mandato; en Finlandia, los partidos comunistas entran y salen del Ejecutivo tanto como lo permite su tendencia a la multiplicación; en Islandia, algún comunista puede deslizarse entre el hielo y los géiseres hasta la casa de Gobierno; en otros países de Europa occidental no ha lugar porque sus comunismos carecen de fuerza electoral; ¿por qué, pues, en Italia, donde el partido se sostiene desde hace años con cerca del 30% de sufragios, parece imposible nombrar a un ministro del PCI?Al término de la segunda guerra la posición de Italia era la más peculiar de entre todas las potencias que habían combatido junto a Alemania. El Gobierno del mariscal Badoglio firmó un armisticio con los aliados en septiembre de 1943 tras haber arrestado a Mussolini; poco después, un Gobierno apenas menos comprometido que el fascismo con el Eje declaraba la guerra a Berlín. De esta forma, Italia tuvo durante el resto de la contienda dos Gobiernos, uno nominal y otro real; éste último era el de las autoridades militares aliadas.

Cuando en 1947 se anunció la doctrina Truman para Grecia y Turquía, Italia figuraba como tercer dominó de la supuesta estrategia soviética vista desde Washington. En las primeras elecciones legislativas de la democracia, la ofensiva de lo que entonces parecía un frente de socialistas y comunistas sólo pudo ser contenida por los masivos envíos de ayuda norteamericana. Al mismo tiempo, la ausencia de una figura nacional a lo De Gaulle que encarnara la recuperación de la democracia y la forma inducida en que ésta se había producido hacían de Italia un país por debajo de un montón de sospechas.

El bloqueo de Berlín, los golpes de Estado prosoviéticos en Europa oriental y el carácter fronterizo de Italia ante el otro bloque, donde Yugoslavia -no había proclamado aún su no alineamiento, hicieron del país un test de la capacidad aliada para detener el avance marxista. Los comunistas habían sido derrotados militarmente en Grecia, y puestos -Fuera de la ley en Alemania occidental. En Italia, el comunismo no era insurrecto, ni su implantación permitía que fuera proscrito; por eso había que recluirlo en un campo de concentración interior y gobernar como si no existiera. Al tiempo que el excluyente factor K se imponía, el partido iniciaba un crecimiento que vaciaba el voto socialista. Con todo, la situación no se podía sostener basada en la negación, y la clase política democristiana inició un acomodo con la realidad que es el mejor tributo a su fineza.

Ser comunista en activo es un problema en cualquier país de Occidente. Todo está dispuesto para que los enemigos del sistema deban ir a contracorriente, aunque su actividad sea perfectamente legal. Ser alto ejecutivo, profesional de nota, científico eminente, es siempre problemático desde la militancia comunista, aunque una minoría de esa elite amueble el sistema para que todos los papeles de la zoología política encuentren cabida en él.

Esta situación se daba en la Italia de: los años cincuenta antes de que se perfilara el consenso en el que se ha sustentado la goberación del país, por lo menos hasta el asalto al poder del partido socialista de Bettino Craxi en la segunda mitad de los ochenta. El acomodo Democracia Cristiana-partido comunista comenzó en los sesenta, cuando el crecimiento del PCI obligó a conmutarle su condena a cadena perpetua por la libertad condicional. Un tácito acuerdo con el partido gobernante realizaba entonces lo que había propugnado Grarnsci sobre la ocupación de la sociedad civil -la toma del palacio de invierno, pero por la puerta de servicio- con una perversa nota al pie de la DC. El comunista encontraría su lugar en la jerarquía social, pero no para rendirla, sino para cooperar con ella. El invento del eurocomunismo fue la tentativa de zafarse de ese abrazo mortal, con la pretensión de llegar al poder vía compromiso histórico con la Democracia Cristiana.

En los últimos decenios, los partidos socialistas continentales han pasado de defender un pastiche de la transformación marxista de la sociedad a rivales implacables del comunismo. En Francia, el trasvase de votos ha sido lento, pero sostenido; en Grecia y en España había menos que trasvasar, pero se ha hecho rápidamente, y en la RFA se produjo por amputación traumática heredada del nazismo. El partido de Craxi, que aspira también a esa absorción de votos, se postula alternativamente como el eje de una mayoría entre los partidos laicos y la Democracia Cristiana, o como asociado a dos de la vieja dama confesional. Con ello pretende no sólo ocupar el Gobierno, sino llevar a cabo un progresivo sifoneo de la posición del partido comunista como poder fáctico en la sociedad italiana.

Ante este asalto al poder, el PCI ha reaccionado por tiempos, de los que el reciente congreso del partido de Achille Occhetto es la última estación. Al socialismo de Craxi le convendría un comunismo en el que su ala inconmovible siguiera produciendo los adecuados gruñidos marxista-leninistas; es decir, cualquier cosa menos que este dechado de democracia de urna en que quiere convertirlo su líder; por añadidura, un partido comunista al que vienen a darle la razón los gemidos de arrepentimiento en Budapest, la legalización de la democracia cristiana de Lech Walesa en Varsovia y el desmantelamiento de la guerra fría en Moscú es todo lo contrario de lo que precisa Craxi para rematar su fulgurante carrera. Y a eso aspira este PCI dernère manière.

Con ese corrimiento democrático, el comunismo italiano pretende aprovechar, al mismo tiempo, el replanteamiento general de las relaciones Este-Oeste, con el objeto de liquidar la hipoteca del factor K. El partido lleva acampado varias décadas en los aledaños del poder, sin Regar a ocuparlo nunca, y eso produce una tremenda frustración; en ese tiempo se han intentado variedad de estrategias, de las que el compromiso histórico ha sido la más duradera, y aunque también la más próspera, no lo suficiente para apagar la sed de representatividad política del partido; por ello, la nueva fase iniciada por Occhetto es una superación de la estrategia del compromiso en la búsqueda de la definitiva respetabilidad democrática del PCI.

Dé este apelotonamiento previsible en el centro del campo, de esta socialdemocratización de las izquierdas posibles, se deducen, sin embargo, ventajas tácticas para la Democracia Cristiana, que también tiene sus peones partidarios del giro social, pero ya instalados con anterioridad a todos los advenedizos; desde Donat-Cattin sin ir más lejos. La DC incombustible puede pensar con razón que esos votos a la derecha de la izquierda se los van a pelear socialistas y comunistas.

Entre los setenta y los inminentes noventa, Italia ha vivido una transformación fundamental. El peso del país en los organismos internacionales hace rentable su contribución económica a la gran burocracia mundial. Un personal inmensamente competente actúa en paralelo a su servicio diplomático fabricando la penetración en nuevos mercados. Los recursos que Italia destina a esa promoción se recobran con creces porque cada agente del país en el funcionariado internacional es una honrada mafia de los intereses nacionales. Y esa transformación se ha producido en parte gracias a la dinámica estabilización del sistema, factor K incluido, en el que las frecuentes recomposiciones de la quiniela del poder no ocultan una cristalización de fondo con un protagonista colectivo.

El giro socialista del PCI es un intento de reconciliación con la realidad, de inclusión de más de un cuarto del electorado en las combinaciones de gobierno; así como parece que vamos a una coalición dominada por los partidos comunistas con formaciones políticas burguesas en parte de la Europa oriental, el PCI quiere dibujar el negativo de esa situación: el comunismo aliado en el poder con los grandes de la democracia occidental. Esa operación, que sigue pareciendo mucho más probable con la Democracia Cristiana como apoderado que mediante el realineamiento de la izquierda, habrá de tropezar con un gran obstáculo: los comunistas son demasiados para asociarlos en una posición junior, y muy pocos para dictar los términos.

Si Mitterrand pudo tener cuatro ministros comunistas en su primer Gobierno de 1981, fue porque estaba claro que nada le obligaba a ello, y también porque hay una cosa que sólo se puede hacer cuando se tiene a ministros del PC en el Gobierno: echarlos cuando interese soltar lastre. Pero ese comunismo catatónico de Francia no existe en Italia; por ello, el gran enemigo de esta nueva vía es la evidencia de que el PCI difícilmente puede ser un artefacto de quita y pon. De esa forma, el desembarco del comunismo italiano en el poder, igual que no pudo contemplarse hace medio siglo por mor de la guerra fría, no parece posible ahora hasta que el diálogo de las superpotencias, presuntamente en el umbral de una nueva era, autorice esa oportunidad; es decir, que, en la ajada frase de Lampedusa, se produzca una especie de cambio dentro del cambio para que todo siga igual.

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