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Por qué soy solidario con Rushdie

Nos hallamos atrapados entre dos sentimientos contradictorios. Por un lado, reaprendimos la importancia del sentimiento religioso. La era del anticlericalismo está clausurada, incluso en los países latinos, tan marcados por su rechazo de la contrarreforma y de la alianza duradera de la Iglesia con regímenes conservadores o dictatoriales. Hemos, incluso, renunciado a identificar, ingenua y pretenciosamente, nuestra cultura con lo universal y comprendemos mejor que antes la diversidad de costumbres y creencias y la pluralidad de las civilizaciones. Por, otra parte, la desaparición de las grandes cosmologías y la aceleración de todos los cambios nos han arrastrado a un individualismo que lleva la libertad hasta el punto de reclamar la no intervención del Estado en un creciente número de terrenos, e incluso la más viva desconfianza respecto de la intolerancia de los dogmas y de las propagandas.Pero el caso Rushdie nos obliga a dejar de lado esos sentimientos demasiado bien equilibrados. Jomeini exige y prepara la muerte de Rushdie. Debemos elegir entre dos respuestas: reconocemos ante todo que los sentimientos de los musulmanes fueron atacados por el blasfemo, aunque agreguemos que deseamos una salida pacífica para el conflicto, o afirmamos antes que nada que la libertad de pensar y de escribir debe ser defendida en todos lados, como lo ha sido desde hace siglos en Occidente, incluso si añadimos que formulamos reservas tanto al libro de Rushdie como al filme de Scorsese. Los hombres políticos se han dividido entre esas dos respuestas; los cardenales o los arabizantes optaron por la primera. Cada uno de entre nosotros, y por lo pronto cada intelectual, debe tomar una posición clara, debe responder blanco o negro, antes de añadir todos los comentarios que juzgue útiles para que su posición sea bien comprendida. Puesto que soy muy sensible a la vuelta de lo religioso y muy desconfiado con respecto al imperialismo cultural de Occidente, debo expresar con un énfasis particular mi completa oposición a la postura de Jomeini y mi total solidaridad con Rushdie. Pero una vez hecha la elección, sin matices ni restricciones, hay que explicarla.

Frente al triunfo del mundo de la mercadería, que después de haber conquistado el dominio de la economía invade el de la comunicación y a veces incluso el de la política, en un mundo dominado por los grandes aparatos burocráticos, tecnocráticos y militares, y sobre el cual se proyecta aún la sombra del totalitarismo, sabemos que la única fuerza de resistencia y de liberación es el respeto a la persona humana y a los derechos del hombre. Es este principio espiritual el que conduce a quienes -a menudo hombres de fe- corren los mayores peligros para defender a las víctimas de la represión y de la arbitrariedad, y que protestan con mayor fuerza contra todas las formas de poder absoluto. Pero esta llamada a la espiritualidad para combatir el poder temporal asume dos formas, a la vez asociadas y opuestas una a la otra. La primera es la conciencia ética del derecho de cada individuo de preservar y construir su vida personal; la segunda es la llamada a las raíces personales y colectivas de un individuo que sólo se resiste al aparato del poder apoyándose en una tradición, una comunidad, una nación, una Iglesia. Hablamos a la vez de libertad y de independencia, y la palabra misma de identidad, empleada tan a menudo, mezcla dos sentidos: la individualidad y la pertenencia a un grupo. A veces, por ejemplo en Polonia, la defensa de los trabajadores y de las libertades publicas está estrechamente ligada a la de la pertenencia nacional y religiosa. Pero Occidente mismo, y mucho más aún el resto del mundo, han visto y ven oponerse estas dos fases de la identidad y de la resistencia a la modernidad y a la técnica triunfante. Es necesario entonces elegir, rechazar las ilusiones turbias del espíritu de comunidad y de todas las formas de populismo y de nacionalismo culturl. Es necesario, en nombre mismo de la llamada a los principios éticos indispensables para nuestra resistencia a la sociedad de masas, rechazar el retorno de las comunidades, de las religiones cuando son comunitarias, de las Iglesias cuando se asocian al poder político.

En este fin del siglo, que fue dominado por la barbarie totalitaria, hay que afirmar que la defensa de los individuos, de los grupos y de las culturas pasa siempre, pasa únicamente, por la libertad política y, en primer lugar, por la secularización. Todo poder político y cultural que busca imponer una creencia, ideas, hábitos, destruye nuestra capacidad de actuar como actores libres y responsables. Para él ya no somos sujetos individuales, sino sujetos sometidos.

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Porque yo no me identifico en absoluto con la sociedad de consumo y me niego a reducir la libertad al dejar hacer, porque creo en la necesidad de las fuerzas espirituales capaces de resistir a la presión del poder temporal y del dinero; condeno totalmente todos los esfuerzos, religiosos o políticos, destinados a crear un poder absoluto, una sociedad homogénea, creencias obligatorias, una religión o una ideología de Estado. Existen muchas maneras de modernizarse, pero no hay modernidad sin libertad de espíritu y sin secularización, es decir, sin separación de lo temporal, de la Iglesia y del Estado. La libertad no garantiza la creación de una sociedad justa y democrática, pero sin libertad no puede haber ni justicia ni democracia.

El islam, como toda otra religión y como todas las ideologías políticas, no puede desempeñar hoy su papel de fuerza moral sin aceptar la secularización de la sociedad. Confundiendo lo espiritual y lo temporal se reduce lo primero a no ser más que un arma al servicio de lo segundo. Irán, agotado por la guerra, conoce graves dificultades económicas; el entusiasmo por la revolución decayó; la lucha por la sucesión está abierta. La llamada a la religión y a la designación de un chivo emisario son las últimas armas de un poder agotado, como el antisemitismo fue el último intento de Stalin de reforzar su poder declinante, como los desenfrenos de los guardias rojos fueron una manifestación del absurdo de la revolución cultural más que el entusiasmo revolucionario de la juventud.

En el seno del islam, y también de la cristiandad, existen fuerzas, no siempre socialmente reaccionarias, que hacen un llamamiento a la pureza de la comunidad contra las agresiones del exterior y las traiciones internas. Es luchando contra esas fuerzas como mejor contribuireinos a convertir las creencias y adhesiones religiosas en agentes de la libertad y de la resistencia al poder temporal, y a impedirles sumar la intolerancia a la arbitrariedad política.

Traducción de Jorge Onetti.

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