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Una filigrana

Domecq / Romero, Paula, Aparicio

Cuatro toros del marqués de Domecq, bien presentados. Curro Romero: media (palmas y pitos); tres pinchazos pescueceros y cuatro descabellos (bronca). Rafael de Paula: dos pinchazos y bajonazo descarado (división y saluda); pinchazo y otro hondo tendido (pitos). Ambos fueron despedidos con lluvia de almohadillas. Un novillo, sobrero, de Sampedro, noble, y otro de Torrestrella, inválido. Julio Aparicio: estocada y descabello (oreja); media delantera desprendida (ovación y saludos). Plaza de Valencia, 11 de marzo. Primera corrida fallera.

El toreo en toda su belleza, así fue la primera faena de Julio Aparicio. Una verdadera filigrana, en la que se producía el despliegue de la tauromaquia entera sus cánones y sus dogmas, pero interpretado desde el sentimiento. Una faena construída con cadencioso ritmo. Muy difícil es encontrar entre la torería actual a alguien con esos dones y esa madurez para convertir en arte las suertes del toreo.Y esa personalidad. Julio Aparicio es, además, un torero con personalidad. Cuanto más estremecía la plaza el toreo bien hecho, cuanto más saltaba de sus asientos el público al contemplar la hondura de los pases, más aplomo parecía tener Julio Aparicio, más solemne y despacioso le andaba al toro, más suavidad imprimía a las suertes más torero se sentía. Tandas y tandas se sucedían sin solución de continuidad, porque los más dispares remates y adornos le servían para reemprenderlas, y dentro de ellas, mandaba en el redondo, o mecía el natural, y obligaba a que la embestida fuera circular en el pase de pecho de cabeza a rabo.

Feria adelante, el mismo público que ayer se entusiasmaba con ese toreo de inspiración, se sentirá desconcertado cuando contemple la gimnasia habitual de los pegapases, y habrá de preguntarse qué es el toreo, si lo de Julio Aparicio ayer, o lo otro, porque en nada se parecen. Hoy mismo habrá de cundir ya el desconcierto. Las reacciones pueden ser imprevisibles. Se teme que alguien pretenda suicidarse a lo bonzo.

Ayer hubo ya conatos, provocados por las cuchilladas que Curro Romero le propinaba al cuarto, un colorao corpulento de difícil conformar. El colorao, rebeco de natural, no quería morir, menos a manos de Curro Romero, que hasta le llegó a dar martirio por donde de común se descabella, y luego ensayaba el golpe de verduguillo desde los confines del albero. Hasta aquellos sucesos, el público había estado respetuoso con el farón, entendió que sus faenas consistieran en machetear crispado. Pero lo de las cuchilladas fue demasiado. Le despidieron a almohadillazo limpio.

También a Rafael de Paula, porque las iras ya estaban desatadas, aunque no había tanto motivo. Paula recibió a su primero con verónicas de su marca, le instrumentó unos ayudados magistrales y sacó algún redondo de buen corte. Luego el toro, que se había comportado como bravo, se comportó como manso y escapaba al refugio de las tablas. Al quinto le quitó un poco las moscas y lo cazó de un bajonazo infamante. No Faltó de nada en la corida: el primero saltó al callejón, el tercero se rompió una pata y lo devolvieron antirreglamentariamente al corral, el cuarto partió la barrera de un testarazo, el quinto le pegó un volteretón a El Melenas, que iba de sobresaliente. Y el sexto estaba inválido. Apenas apuntó Aparicio su toreo de filigrana, se derrumbó totalmente. Era un toro de los que se estilan, seguramente para que nadie creyera que toda la feria es orégano, pues los anteriores, principalmente los últimos de Curro y Paula, tuvieron trapío, aguaritaron las varas reglamentarias, no se cayeron ni nada, y el público se podía acostumbrar

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