La lealtad como problema
HACE POCO más de un mes el presidente Bush, al tomar posesión de su cargo, anunciaba el inicio en EE UU de una etapa "más amable y más bondadosa"de gestión. Es probable que estuviera acariciando el sueño de gobernar por consenso. Si era así, se ha debido llevar una amarga desilusión: seis semanas más tarde, en Washington hay de todo menos consenso. Los nombramientos de altos cargos están paralizados, mientras el Senado -organismo que tiene que aprobarlos- pondera la moralidad o inmoralidad, la idoneidad o la torpeza de los candidatos. De los 24 nombramientos propuestos por el presidente, la mitad, incluidos cuatro de rango ministerial, están sin ratificar.Algunos de los colaboradores más íntimos de George Bush se han visto obligados a hacer auténticos ejercicios de funambulismo ético: el secretario de Estado, Baker, se ve forzado a vender su paquete de acciones en un banco; el abogado general de la Casa Blanca, Boyden, ha tenido que renunciar a un sueldo que cobraba indebidamente en una empresa familiar. Hasta William Bennet, nuevo jefe de la todopoderosa agencia farmacológica, ha tenido que dejar de fumar. Mientras tanto, al Gobierno le está costando un enorme trabajo echar a andar, pese a que algunas de las primeras decisiones tomadas por Bush hayan merecido el aplauso de todos, desde las soluciones propuestas para hacer frente a la quiebra del gigantesco sistema de las instituciones de ahorro y préstamo hipotecario o el plan presupuestario sometido al Congreso, hasta algunas de las iniciativas en política internacional. Las dificultades han surgido por fallos en la infraestructura de la Administración, con numerosas vacantes claves para el desarrollo de las decisiones.
En el Departamento del Tesoro no ha sido nombrado cargo alguno por debajo del secretario Brady. El Departamento de Sanidad parece bloqueado porque el secretario propuesto, Sullivan, no consigue ser confirmado por el Senado a causa de sus puntos de vista favorables a la liberalización del aborto. Los acuerdos recientes en Centroamérica pillaron desprevenido al secretario de Estado, a falta de un director general (propuesto, pero no nombrado) que los analizara. Sin embargo, el problema de mayor resonancia es el de la confirmación del ex senador John Tower como secretario de Defensa. Rechazado la semana pasada por el Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, el nombramiento está siendo debatido con acritud en el plenario de la Cámara. A Tower se le achacan tres cosas: su afición al alcohol, su desmesura con las faldas y su pasado como traficante de influencias con alguno de los mayores fabricantes de material militar. Quizá con mucha indulgencia podrían ignorarse las dos primeras; la tercera es más grave porque no se ve claramente cómo Tower va a poder ignorar las peticiones de apoyo que le dirijan las empresas que en el pasado llegaron a pagarle 750.000 dólares por sus servicios.
Aunque la candidatura de John Tower podría haber sido retirada (no pertenece al círculo íntimo del presidente, y de hecho no fue propuesto hasta mucho después que el resto del equipo de Gobierno), George Bush sigue apoyándolo. En EE UU y para los republicanos la lealtad no se traiciona. En este caso, sin embargo, la lealtad parece estar provocando una parálisis que perjudica a la eficacia operativa de la primera potencia del mundo.
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