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El argentino y la traición

Durante estas semanas se está celebrando en el Auditorio y otros centros culturales un festejo que se ha dado en llamar Argentina en Madrid, con los patrocinios habituales de estos casos. Conciertos, teatro, exposiciones y mesas redondas aquí, en lo nuestro. Lo que pasa es que suena raro, después de década y pico de argentinos por estos pagos, que ellos se presenten como venidos del Alto Volta y que nosotros les recibamos como si vinieran del Alto Volta, A lo peor es que unos y otros hemos estado en el Alto Volta durante la última década y pico, pero en momentos diferentes. Si ésa es la capacidad que tiene esta tierra para absorber y sincretizar lo extraño o si ésa es la capacidad que tienen los argentinos para darse a conocer, estamos apañados. Lo más probable es que sean ambas cosas, pero el beneficio sigue siendo el mismo. Después de tanta convivencia, tanto psicoanálisis y tanto chiste, resulta que, no sólo no nos entendemos, sino que ni siquiera nos hemos visto.Pero como los argentinos no son mediorientales, ni tienen costumbres birmanas, sino que hablan una lengua que se parece mucho a la nuestra, hay además el sentimiento compartido de una traición. No es igual no congeniar con un chino, que con alguien con el que se nos supone un lazo de sangre o de algo. El primer caso lo explica la antropología, pero el segundo sólo puede explicarlo el corazón. Lo malo es que el corazón aspira a la totalidad y se expresa únicamente por extremos. Muchos argentinos se sienten traicionados porque nunca sintieron en los indigenas el menor indicio de curiosidad por su historia, sus razones o sus afanes. En el fondo de esta traición se sospecha también el sentimiento de que los españoles no han acudido a una deuda histórica: la que tiene que ver con el exilio de la guerra civil. Ellos nos recibieron con los brazos abiertos y nosotros les devolvimos gestos de indiferencia. Quizá no valga la pena discutir en esos términos una situación que ya ha decidido el tiempo. De todas formas, de lo que se trata aquí no es de la verdad o de la razón, en un sentido económico, sino de los sentimientos, que son los que juegan esta baza.

Los indígenas, por su lado, han sentido la traición en otra parte. En una parte tan vaga como la del contrario, todo hay que decirlo. Muchos han detectado siempre una zona de reserva en sus interlocutores argentinos, que hubiera sido admisible en alguien que fuera realmente extraño, pero que resultaba sospechosa en quien se nos acercaba como un igual. Después venían las razones. Un cierto desprecio al patrimonio intelectual castellano-manchego, escasa identificación con la fiebre europeísta que nos asola, un afrancesamiento empalagoso a costa de nuestro universal Unamuno y otros universales, aparte de largar del subconsciente como si fueran compañeros de cama.

La cuestión es que del oponente se aceptaba todo, excepto que era, rigurosa y finalmente, un extraño.

Me parece que si las cosas hubieran empezado por ahí todo hubiera sido distinto. Entre el malentendido y la traición hay sólo un paso cuando se trata de la parentela. El malentendido consistió en pensar que, porque eran parientes, podíamos entendernos todos a la primera. Todos los que han pasado por los característicos congresos de hispanoparlantes y todos los que han amarrado a la otra orilla del océano, dan cuenta de que un argentino -y en general cualquier latinoamericano- sólo se asemeja a un español en el blanco de los ojos. Ni siquiera la lengua, por mucho que se hable de la lengua como gran catalizador del pesado quinto centenario que nos sobreviene, es la misma. Una lengua no es su vocabulario sino su campo semántico, su mundo de referencias. Y ahí existe más distancia que la del océano.

Sería conveniente, para evitar que 1992 sea algo más que un desfile de trajes y bailes regionales, cosa que no va a resultar sencilla, deshacer el malentendido que puede dar al traste con toda relación posible. Partir, como se está haciendo, de una identidad transhispánica que presumiblemente viene del tiempo de las carabelas, es casi una perversión. Los problemas de los argentinos en España debieran servir para tocar la señal de alarma ante un proyecto, el del 92, que se ha concebido sin contar con los hechos y que ha sido estimulado, así parece, por la nostalgia de una gloria antigua.

No entenderse no es malo. Lo malo es no saberlo.

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