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Seis años de admiración y uno de fiebre

Sylvia Plath y Ted Hugues se casaron en junio de 1956. Poco dinero, mucha euforia, mucho trabajo (poemas, cuentos, obras de teatro, programas de radio, artículos, clases, exámenes). Pasaron un año en Estados Unidos, y, de nuevo en Inglaterra se instalaron en una casa de campo en Devon, con rosales y colmenas: "Estamos admirándonos continuamente". Tuvieron dos hijos.Pero en 1962 Ted empezó a dejar de admirarla, al menos en algún sentido: se enamoró de una escritora judía quizá menos interesante pero quizá también menos extremista que Sylvia. En las cartas, abruptamente, casi de un día para otro, aparece la noticia de la separación. Se queja entonces progresivamente de falta de dinero, de exceso de trabajo, de aislamiento y de falta de alimento intelectual.

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Silvia Plath se muda ilusionada, acarreando bolsas de patatas, de cebollas y de manzanas y frascos de miel de su huerta de Devon, a una casa londinense en la que había vivido Yeats.

Cuenta que escribe entre las cuatro y las ocho de la mañana, antes de ocuparse de la casa, los hijos y los escritos más o menos mercenarios. De madrugada, con frío, con fiebre, en una habitación empapelada de amarillo y blanco y con zócalos negros y una pantalla dorada ("colores de abeja"), Silvia Plath escribe muchos de los poemas gracias a los cuales estamos hablando de ella ahora: casi todos incluidos en el libro Ariel.

Escribe "como hipnotizada por sí misma" (Philbriek) poemas amargos, duros, rápidos, con elipsis cada vez más despreocupadamente de ultratumba. Poemas que cuentan la "autobiografía de una fiebre" (R. Lowell).

Hasta que llegó el 11 de febrero de 1963 en que metió la cabeza en el horno después de dejar leche y cereales en el dormitorio de sus hijos. Un mes antes había escrito a su madre: "Creo que lo que me hace falta es que alguien me anime diciéndome que hasta ahora lo he hecho todo muy bien".

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