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El divorcio

En el último lustro, dos acontecimientos históricos como el referéndum OTAN y la huelga general del 14-D han irrumpido en el sistema político español expresando claramente algo que ha estado incubándose en los años ochenta en el seno de la siempre sorprendente realidad española.Se trata del afloramiento de una nueva estructura social progresista, que reuniría en sí a la clase trabajadora, las clases medias urbanas no tradicionales cercanas a los movimientos sociales más modernos (pacifismo, derechos civiles, ecologismo...) y grupos sociales fuera del mercado de trabajo, pero, a pesar de ello, con recursos para ofrecer algún tipo de presión autónoma (pensionistas, parados, estudiantes).

A este referente sociológico cabía en buena parte identificarlo desde 1982 como base social del supuesto proyecto socialista de cambio.

Su configuración como base social, es decir, como un conjunto sociológico que guarda una relación bilateral, activa y permanente -no receptora de un monólogo electoralista- con los representantes, de su proyecto político, la prueba, paradójicamente, el fracaso del referéndum de la OTAN. En él, el Gobierno, o más exactamente su presidente, logré escindir a ese agregado de fuerzas, manteniendo aún de su lado a buena parte de la clase trabajadora a costa de un fortísimo desgaste.

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Fue ahí, en tomo al referéndum, cuando empezó a forjarse seguramente una dinámica, aparentemente incomprensible, de separación del Gobierno respecto de ese conjunto de fuerzas sociales, las cuales, también en cuanto fuerza electoral, pretendían proyectar hacia el poder reivindicaciones políticas de raíz inequívocamente popular. No pareció entenderlo el Gobierno, que puso distancias aceleradamente con su plataforma sociológica natural. Las profundas y manifiestas disensiones entre el Gobierno y los sindicatos y el fenómeno del 14-D podrían entenderse así como la culminación del divorcio del PSOE con su base social.

Un ambicioso programa de reformas del Ejecutivo socialista a partir de 1982 necesariamente se habría encontrado con vigorosas resistencias en los centros tradicionales del poder de la derecha. Para vencerlas parecía ineludible la convergencia de los movimientos sociales, el respaldo de los grupos intelectuales y culturales progresistas y, por supuesto, la acción combativa de los sindicatos. Sin embargo, seis años después es otro el escenario.

Los equipos responsables de la política económica han hecho masa con los núcleos neurálgicos del mundo financiero y empresarial, que cierran filas en su defensa y los alientan a no ceder un ápice en su política económico-social frente a reiteradas demandas populares a las que no se ha estado dispuesto a acceder. Si la política del Gobierno del PSOE no tenía como eje la ruptura de los grandes privilegios económicos enquistados en la sociedad, era superfluo recabar el apoyo social para quebrarlos. De modo que la izquierda social ha terminado por convertirse en un engorro para los gobernantes, a los que su presencia activa les recuerda la ilusión de un proyecto disuelto. No es extraño que los movimientos sociales hayan sido tachados de irremisamente utópicos; los intelectuales progresistas, de lusos irresponsables, y, al final, los sindicatos hayan sido descalificados por representar intereses corporativos.

El origen de esta historia de desamor suicida está, sin duda, en el modelo de ajuste económico que ha adoptado el Gobierno a lo largo de sus dos períodos de gestión. Constatada como dogma la defunción de las políticas keynesianas, ha tomado acríticamente la receta neoliberal como única posible, cuando en realidad ésta es sólo una opción para enfrentar la llamada crisis del Estado social (Estado que nunca existió aquí); una opción que, objetivamente, le enfrentaba con quienes le auparon al poder.

Se suele olvidar interesadamente que en la legendaria era keynesiana de las democracias occidentales la izquierda contribuyó a consolidar un doble y fundamental compromiso. El compromiso entre la política y el mercado; y el compromiso entre la gestión pública de la economía y la necesidad de una legitimación democrática de ésta, que sólo puede ser proporcionada por la participación de las clases trabajadoras en esa gestión y en sus posibles beneficios, y por la existencia de una moral política de solidaridad.

La necesidad de este doble compromiso sigue siendo actual. E 3 precisamente lo que esperaba del Gobierno socialista su pretendida base social, y que no ha obtenido, porque se ha impuesto la solución más típicamente conservadora. Lo que el Gobierno ha hecho -produciendo la conocida masiva protesta- ha sido acoger las dos tesis centrales de la actual política, neoliberal: primero, una política económica orientada en función de la oferta, que tiene por único objeto mejorar las condiciones de la revalorización del capital y poner otra vez en marcha el proceso de acumulación, con los solos mecanismo; del mercado, sin interferencias políticas; y segundo, rebajar el nivel de legitimación del sistema frente a lo que se juzga como inflación de exigencias y pretensiones de los sindicatos. Esto úItimo se ha querido obtener marcando netamente las distancias entre la Administración pública y los procesos de formación de la voluntad popular, devaluando la representatividad de las organizaciones sindicales y oponiendo a la moral pública de la solidaridad la motivación privada individual.

Pero, para conseguir llevar a buen puerto esa política, el Gobierno socialista tiene que transmutar su activa y homogénea base social en pasiva y heterogénea base electoral, haciendo del Parlamento que lo sostiene uno de los principales damnificados del modelo, en cuanto desvaído partido atrapatodo. Ésta es, en resumen, la estrategia que ha desembocado en el divorcio: soslayar la vinculación con la incómoda base social para apoyarse exclusivamente en el refrendo cuatrianual de los electores, anónimo y uniforme, como gran legitimador último y único.

Y eso requiere aislar a los grandes agentes de agregación y movilización social (sindicatos, partidos), operando una suerte de centralismo gubernamental ilustrado que a estas alturas muestra sus profundas insuficiencias. La huelga general ha problematizado este diseño, inédito en un partido procedente de la izquierda. Los nuevos grupos y movimientos de orientación progresista y una amplia mayoría social han mostrado su resistencia a ser relegados a la única categoría de base electoral que no puede orientar ni condicionar las decisiones públicas, ni expresar su interpretación del voto otorgado.

La posibilidad de que las demandas mayoritarias de la sociedad civil tengan una constante proyección política -la esencia de la democracia- es lo que en definitiva ha sido situado en el centro del debate público del actual momento de la vida española. Es de ahí de donde debe arrancar toda alternativa al modelo dominante de relación entre sociedad y poder.

Suscriben este artículo José Antonio Gimbernat, Diego López Garrido, Javier Alfaya, Cristina Almeida, Manuela Carmena, Jaime Sartorius, Juan José Rodríguez-Ugarte, Faustino Lastra, José Miguel Martínez González del Campo y Gonzalo Puente Ojea.

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