Entrar al trapo
Siento una gran admiración por el secretario de Estado para el Deporte, Javier Gómez-Navarro, persona sensata, inteligente y audaz que intenta poner orden y racionalidad en uno de los sectores más difíciles y más cargados de morbo de nuestra sociedad. Pero creo que se equivocó de medio a medio hace unos días, cuando despachó el tema de un posible comité olímpico de Cataluña con unas cuantas frases sobre el carácter radical y extremista de algunos de los proponentes del mismo, porque simplificó un problema que tiene muchas más implicaciones políticas que las que él le atribuyó.La propuesta de crear un comité olímpico catalán no es nueva. Hace tiempo que algunos grupos políticos y sociales de Cataluña la plantearon, sin que hasta ahora consiguiese ir más allá del nivel testimonial. Lo nuevo es que, en su reciente congreso, Convergència Democrática de Catalunya (CDC) la asumió como una reivindicación programática propia y que, en consonancia con ello, se han sumado al carro los presidentes de las federaciones catalanas de los deportes olímpicos; algunos de ellos, poco caracterizados por su trayectoria nacionalista.
Los dirigentes de Convergència Democrática saben perfectamente que éste es un asunto peliagudo y que la decisión última sobre el mismo corresponde a instancias españolas e internacionales, empezando por el Comité Olímpico Español y terminando por el Comité Olímpico Internacional, uno y otro encabezados por dos catalanes, Carlos Ferrer Salat y Juan Antonio Samaranch, que no son precisamente exponentes de la izquierda ni del socialismo gobernante. Saben también que en ningún país de Europa hay precedentes al respecto y que los casos en que se pueden apoyar no tienen nada que ver con nuestra situación. ¿Qué pretenden, por consiguiente? ¿Crear dificultades a estos dos altos dirigentes olímpicos? No parece que éste sea el motivo principal del asunto. Creo más bien que los tiros van por otro lado.
La explicación hay que buscarla en el propio congreso de CDC, un congreso en el que no hubo ni una sola propuesta política que permita despejar la ambigüedad tradicional de este partido sobre el modelo que propone y que, a mi entender, demostró algo que ya se percibía desde hacía tiempo, a saber: que el proyecto nacionalista de Convergència ha tocado techo.
Digo que ha tocado techo porque, una vez establecido el marco político de la autonomía -un marco que o se desarrolla en sentido federal o ya no puede tener muchas variaciones sustanciales-, los dirigentes de Convergència han chocado con el mismo problema con que chocaron hace años los dirigentes nacionalistas de la Lliga: la necesidad de contar con un marco político más amplio, porque los problemas decisivos de Cataluña ya no pueden resolverse sólo desde Cataluña. Durante bastante tiempo, el nacionalismo convergente ha podido disimular este hecho capital y mantener grandes ambigüedades sobre. el independentismo y sobre el modelo del Estado de las autonomías, porque tenía el recurso fácil de recurrir siempre al enemigo exterior, a Madrid, en términos genéricos. Pero este recurso se ha ido desvalorizando, porque se ha abusado mucho de él y, sobre todo, porque la evolución misma del país en su conjunto, la interrelación creciente entre los espacios económicos y sociales de toda España y la perspectiva de la integración europea hacen cada vez más insostenible la idea de un embargo exterior de Cataluña implacable e inmutable. No digo que este recurso haya desaparecido, pero cada vez da menos de sí para sostener toda una teoría nacionalista y una acción política correspondiente a ellas No hay más que ver el lamentable asunto del testamento de Dalí para comprender esto.
Plenamente conscientes de esta realidad, los dirigentes de Convergència lanzaron un proyecto político propio para gobernar en Madrid. Fue el Partido Reformista de la llamada operación Roca, iniciativa que fracasó rotundamente porque sus propugnadores fueron incapaces de hacer compatible su nacionalismo con un proyecto de Estado mínimamente serio. A partir de entonces varió la táctica: se trata ahora de gobernar en Madrid, pero no a partir de la iniciativa directa de la propia Convergència, sino como miembros de una alianza con otras fuerzas. El problema es que de momento no se ve quiénes pueden ser los aliados para este empeño. Por consiguiente, toda la línea política actual de Convergència consiste en esperar y en mantener diversas cartas en la mano para poder jugar la má s conveniente, según como vayan las cosas. Si el centro-derecha sale adelante en las próximas elecciones y se puede formar una mayoría contra el PSOE, Convergència está pronta a participar en esta mayoría antisocialista, como han declarado reiteradamente sus dirigentes. Pero si esta posibilidad no se concreta y, en cambio, se prodiuce otra -a saber: que el PSOE siga siendo el partido más votado, pero que pierda la mayoría absoluta-, Convergència no descarta la posibilidad de negociar a buen precio los votos que necesite para gobernar. A esto se reducen los proyectos políticos de Convergència, según se desprende de las conclusiones de su congreso.
Naturalmente, uno se pregunta qué tiene esto que ver con su nacionalismo. Si, como resulta lo de una cualquiera de estas apuestas, Convergència pasa a comprometerse en mayor o menor grado en una mayería de Gobierno en Madrid, ¿qué quedará de la retórica del enemigo exterior? Y si no consigue gobernar en Madrid, en el momento en que la integración europea entra en su fase decisiva, ¿qué hará encerrada en un marco como el catalán, que ya no le resulta suficiente, y aislada en otro marco, el europeo, en el que no cuenta con ningún apoyo propio mínimamente sólido?
Ante esta perspectiva, la retórica sobre la reforma del estatuto, el apoyo a una reivindicación como la del comité olímpico catalán, las reivindicaciones lingüísticas en el Senado al margen de toda propuesta seria de reforma de éste, e incluso una propuesta como la de la provincia única, deben entenderse fundamentalmente en clave interna de Cataluña. Se trata de mantener la apariencia del fuego sagrado, de calmar las inquietudes de una base social y de un electorado que ya no sabe hacia dónde va ni qué proyecto nacionalista se defiende. Al mismo tiempo, se trata de crear una especie de clima de combate que, llegado el caso, permita justificar la entrada en el Gobierno central como una acción para conseguir lo que ahora se reivindica y no se consigue. Se pretende también crear confusión entre las fuerzas de izquierda dentro de Cataluña para impedir la formación de una eventual mayoría alternativa en el futuro inmediato. Y se pretende, finalmente, crear dificultades al Ayuntamiento de Barcelona y, muy especialmente, a su alcalde en torno a un proyecto, los Juegos Olímpicos de 1992, que Convergència no controla y que será el centro del debate en las próximas elecciones municipales.
Para todo ello, lo ideal es que algún representante del Gobierno o de la Administración centrales entre al trapo en alguno de estos asuntos. Si esto ocurre, todas las sospechas, todas las insinuaciones, todas las quejas, quedan justificadas de golpe y se pierde de vista el callejón sin salida en que se ha metido este nacionalismo. Ante esto, no digo que haya que guardar silencio y limitarse a encajar. Digo simplemente que antes de entrar al trapo hay que contar hasta 100 para verlo que hay detrás.
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