Agrofobia
Quienes confiábamos en soluciones humanistas y radicales para acabar con los complejos problemas de nuestro tiempo -masificación, riesgo nuclear, contaminación, consumismo-, pensábamos que éstas tenían que depender de dos decisiones urgentes: la descentralización, a todos los niveles, de los desmesurados núcleos humanos y la revitalización (también a todos los niveles) de los espacios agrarios.Con la primera de estas medidas, la vida en las grandes ciudades sería mucho más cómoda, y su funcionamiento, más sencillo, y se atajarían todos los males que la superpoblación lleva consigo: transportes, vivienda, contaminación, burocracia. Con la recuperación de los espacios agrarios no sólo la vida volvería a fertilizar el núcleo-fundacional de los pueblos y se cortarían la emigración y el paro, también se fomentaría el desarrollo agrícola y aumentaría la producción de alimentos.
Sin embargo, las últimas y sorprendentes medidas tomadas por la Comunidad (Económica) Europea, dirigidas a fomentar el abandono de los cultivos y a disuadir de toda producción excesiva, no sólo atentan gravemente contra la recuperación y la humanización del campo; a la vez, suponen un daño sin precedentes a unos hábitos y a unas prácticas seculares. Un daño que en el caso del campo español -subdesarrollado todavía en muchas de sus zonas- sería doblemente grave.
Ya Góngora, en un verso de su rotunda Fábula de Polifemo y Galatea, lamentaba que los arados sólo peinaban la tierra (la removían levemente), la tierra que antes se surcaba (se labraba en profundidad). Hoy, ni eso se pide. Barbechos y malezas ocuparán los espacios de las besanas. ¿Va el campo hacia una sociedad de pastores y cazadores? Los excedentes de carne de la Comunidad tampoco lo permitirían. ¿Quedarán todos los seres humanos recluidos en una especie de guetos de cemento, en unos pocos kilómetros cuadrados y todo el espacio restante -no el de regadíos, el rentable-, ganado durante siglos al bosque y a la piedra, se abandonará y, con ello, las aldeas que lo repoblaron?
La renuncia a esas labores seculares se compensará económicamente, pero si se disminuye -¡aún más!- la ocupación en el campo, si continúan las sangrías de la emigración y del paro, si los pueblos se derrumban, ¿en qué se van a ocupar esos ingresos? ¿En comprar un piso en la gran urbe? ¿Acaso en la creación de nuevas discotecas, donde hasta ahora el ocio provinciano buscaba, con gran auge, su pasatiempo? ¿Este freno a los cultivos irá acompañado de un mayor bienestar para el hombre del campo? ¿Estará suficientemente defendido el patrimonio histórico- artístico de los pueblos? ¿Gozarán esos enclaves de agricultores ociosos de los servicios sociales de cualquier urbe? ¿Se estimulará aún el don que suponía para muchos labrar la tierra, vivir de una práctica arquetípica en todas las culturas?
Primero había que arrancar olivos y vides; ahora llega la apoteosis del baldío. Hay provincias -incluso con un alto índice de emigración- que estarán completamente sometidas a los nuevos planes de brazos caídos. Tendrán que pasar cinco años para que veamos los efectos que estas medidas provocarán en los pequeños núcleos rurales. No nos interesa saber cómo repercutirán estas frías decisiones de despacho en la economía de la Comunidad Europea; no nos interesa saber si habrá menos excedentes (ya saben: menos leche, menos vino, menos carne, vergonzosamente almacenados en algún sitio para que el mercado no peligre). Nos interesa saber de qué manera van a repercutir dichas medidas en los pueblos. ¿Habrá todavía jóvenes agricultores? ¿Cooperarán estas medidas a avivar el desangrado medio rural?
No entro en las grandes y salomónicas razones de la economía europea. Me preocupa simplemente la incidencia que tales medidas, van a tener sobre el ser humano. De entrada, se va a dar algo tan paradójico como que el ocio va a ser el negocio. Hasta la filología va a saltar por los aires. Antes sabíamos que negocio era todo lo contrario de ótium, de la ociosidad fértil. Ahora, por lo visto, se va a acceder a un ocio que no es el que se persigue por razones sociales o culturales. El ocio será, simplemente, negocio. Todo depende del número de hectáreas que se dejen al arbitrio de las malas hierbas. (Se dice que las tierras deberán cuidarse igualmente, pero ¿qué campesino las arará para exigenarlas?, ¿quién arará para no sembrar?) He comentado la noticia, tras leerla, con algunos campesinos y no se lo creían. ¿Cobrar por no cultivar, por no trabajar? Nuestros abuelos -de haberlo sabido- se hubieran muerto del susto, o hubieran pensado que los gobernantes europeos se habían vuelto locos.
En las Geórgicas virgilianas se explica muy bien cómo el ser humano encontró en la agricultura un medio para redimir la condena y el dolor de la existencia, la pérdida de la mítica edad de oro, aquella en la que el ocio era una especie de don celeste. La agricultura es, en el libro de Virgilio, el medio natural, ideal, para que el ser humano cultive la tierra, y de ella se sustente, y salve la armonía del planeta. Nadie había pensado que el desarrollo y la civilización de Europa llegaran a tales extremos de renuncia, a tan radical abandono de unos hábitos seculares.
¿La tierra, para el que la trabaja? No: la tierra, para no ser trabajada. A lo mejor, sin saberlo (y gracias a esos molestos excedentes agrarios), vamos camino de una nueva edad de oro. Ya saben: aquellos tiempos en los que el hombre tendía sus manos para coger libremente de los árboles los frutos que nadie cultivaba. Como cierto industrialismo alocado y contaminador, como la política nuclear, como la carrera de armamentos, el abandono sistemático de la agricultura me parece un síntoma más de que la raza humana camina hacia su autodestrucción.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.