Vargas Llosa o el duelo de un escritor
Cuando un gran escritor, uno de esos testigos privilegiados de su época, un mensajero o, mejor aún, un transcriptor de aquellas palabras que huyen en el silencio y la miseria, cuando un gran narrador de llanuras y montañas secas abandona la escritura para meterse en política, hay que dedicarse a escribir la necrológica de ese escritor. Serán los cronistas políticos quienes se dedicarán a cubrir las aventuras del nuevo personaje.Cuando Mario Vargas Llosa tomó la decisión de presentarse a las elecciones presidenciales de Perú, debo decir que sentí una emoción funesta similar a la que se experimenta ante el anuncio de la muerte brutal de un escritor que ha llegado a convertirse en un amigo a fuerza de releer sus obras.
Evidentemente, Mario Vargas Llosa tiene el derecho de dejar la literatura para expresarse de una forma más directa en, la acción. Es una cuestión que sólo afecta a su libre albedrio. Igual que es cuestión suya el que se presente en nombre de la derecha peruana y con el apoyo, bien que discreto, de los norteamericanos. Pero ante esta situación uno no puede sino extrañarse y sentir una cierta incomodidad. Es incluso algo chocante. Ha costado aceptar que un gran país haya sido dirigido por un ex actor de Hollywood. Pero hemos llegado a darnos cuenta de que ambas funciones tampoco guardan tantas diferencias entre sí. Sin embargo, el arte del novelista no consiste en la simulación ni en la mentira, sino en el descubrimiento de la verdad interior a través de lo imaginario.
¿Qué busca entonces Vargas Llosa? ¿Pretende romper el espeso bosque de las palabras y penetrar en lo real, no con imágenes, sino con acciones que, sin duda, no evitarán la demagogia? Tales acciones probarán los límites de la literatura, la vanidad del sueño y la ilusión de la poesía.
Cuando se ha nacido en un continente en el que el analfabetismo, la injusticia y la pobreza forman parte de la brutalidad que se reserva al pueblo, resulta difícil contentarse con la literatura. Es más, puede resultar insoportable sentir escribiendo cuando el hambre y la ignorancia campan por sus respetos. Es entonces cuando es posible comprender que el escritor abandone su retiro para comprometerse en la lucha contra la opresión y la humillación a las que se ven sometidos los pueblos, En los países del Tercer Mundo, el compromiso del artista es un problema que se plantea a diario. Es como una misión o un deber a los que resulta difícil sustraerse. Pero desde la posición del que constata, critica o denuncia, nuestro escritor quiere pasar a la de aquel que decide o dirige. No será, pues, en el autor de Conversación en la catedral donde aprenderé que el poder corrompe, que incluso puede inducir a la locura, que la política es el arte de la mentira, que los Estados son semejantes a fríos monstruos o que los poderosos del mundo ponen en peligro no sólo la paz mundial, sino también la paz interior que necesita cada ciudadano para vivir con dignidad.
En un artículo de Magazine Littéraire de septiembre de 1979, Mario Vargas Llosa escribía: "En Perú y en otros países de América Latina, ser escritor significa ante todo, y a veces únicamente, asumir una responsabilidad social. A la vez que una obra de arte, y a veces incluso antes, se espera del escritor una acción política. El escritor, por serlo y para serlo, debe convertirse en un artista que participe a través de lo que escribe y de lo que dice en la solución de los problemas de su país". Cuando leía estas manifestaciones pensaba que Vargas que él sabe hacer mejor, a saber, sus novelas, y no con discursos electorales monocordes e intercambiables.
A Mario Vargas Llosa le afectó profindamente el suicidio del novelista peruano José María Arguedas, hecho que tuvo lugar el 2 de diciembre de 1969. Arguedas dejó cartas en las que afirmaba que no podía admitir ya "la injusticia económica y el vandalismo de las dictaduras". En palabras de Vargas Llosa, "asumir el trabajo de escritor en estos países significa sufrir en propia carne, antes o después, lo que el subdesarrollo representa".
Al suicidio de Arguedas, Vargas Llosa responde con otra forma de dimisión que tiene el inconveniente de ser una huida y una desviación: renuncia a su trabajo de escritor para convertirse en un hombre político que se pasará la vida pronunciando discursos escritos probablemente por asesores, reduciendo su libertad de movimiento y de pensamiento en emprender reformas bajo la mirada atenta de los militares. No escapará a esa resaca que es la negación de la escritura: un día u otro se verá obligado a castigar con rigor, obligando a callar a algún joven escritor contestatario o a algún agricultor que siga padeciendo los mismos males que soportaba antes de la llegada a la presidencia de Vargas Llosa.
De momento, parece que la política lo toma en serio. La prueba está en que el 21 de enero pasado se desmanteló a tiempo una tentativa de atentado contra su persona: dos individuos cargados de explosivos se disponían a dinamitar el avión que iba a coger.
Para nosotros, el autor de La ciudad y los perros o La casa verde ha desaparecido. De esta ausencia, del vacío dejado por un gran señor, como en esas novelas latinoamericanas en las que los dirigentes resultan ser títeres folclóricos, ha surgido un candidato presidencial.
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