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Tribuna:OFICIO DE PASEANTES
Tribuna
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Efrén y la modernidad

El viento avanza levemente intranquilo, baja por la calle de Santa María acompañado de bolsitas de azúcar, retorcidas servilletas de papel y el aroma custodio de todo el barrio, un olor acre de alcohol y de cansancio. Al llegar a la plazoleta de Jesús, todos los diminutos viajeros del viento se arremolinan en tomo a la fuente vecinal. El cielo que los cubre tiene jirones rojos y moteados pespuntes de un azul vidrioso. La noche, que llega pronto en los días de invierno, cae al fin, y es, por mal que haya la vieja metáfora, un telón que se levanta.Los actores, pocos aún, circulan con el orden de las cosas que tienen ocupación y nombre. No hay diálogos en esta escena, sin duda de ambientación. Son jóvenes mercaderes que empujan las puertas de sus tenderetes y escrutan intranquilos las aceras. Tienen, sin embargo, una importante misión: cubrir los cielos de señales, orientar a los viajeros de la noche, abrir huecos donde habiten la soledad y el hastío. Donde habite la noche que ya llegó.

Como en las comedias clásicas, los actores entran en escena recubiertos de toda su potencia significativa, nadie osará preguntar de dónde vienen. Un diálogo, un gesto, un vestido, nos prenden a su realidad presente, que es la única que importa. Sólo la ignorancia del aristócrata o el sentimiento culpable proletario han hecho de uso común el pedigrí y el currículo. Pasan las jóvenes garzas amorosas con los muslos sonrientes y los ojos tristes. Pasan y quedan un poco en el instante que las ve pasar. Pasan los jóvenes galácticos de ojeras azules prendiendo alfileres al deseo.

Tras ellos, sin los que no existiría la noche, viene el tropel de las edades cumplidas y las máscaras, donde las palabras se agitan más que el cuerpo. Y todo pasa ante los ojos de Efrén, el mueblista.

En el centro de su copa, dice, puede ver el mundo. Ése es, según sus palabras, el epicentro místico en el que halla su ser a partir de las once de la noche. Nadie escucha semejantes argumentos, como tampoco nadie escucha la música silente de los tubos de neón o el, cuando menos, extraño cuchichear de los semáforos. Una suerte de hechizo se apodera de él cuando, recostado a la puerta del bar, cree interpretar los nuevos símbolos. La nueva era está aquí y, pese a ser representada, pese a ser utilizada, pocos o nadie la comprenden. Él juega al acertijo de la noche con toda la pasión del amante neófito. Inhóspita ocupación la suya, pero entretenida y hecha sin duda por amor. Se vale (no puede dejar de reconocerlo), de los viejos mecanismos del saber. Es, dice, para empezar a sentir. Añade luego que en el camino, una vez que empiezas a sentir, hay revelaciones, evidencias, encrucijadas terribles donde tienes que abandonar, dejarte ir tras el gintonic, y decir que en el centro de tu copa puedes ver el mundo.

Una noche en la que la lluvia había espejado la calle pasaron ante sus ojos los muslos más maravillosos que nunca había visto -como de niña, reconoció-, en el momento en que el neón del bar daba comienzo a su parpadeo rosa, y ellos quedaron inmóviles un instante. Enfrente estalló una bombilla y el viejo parasol quedó ciego a la altura del oscuro entresuelo. La luz rosa seguía haciendo guiños sobre los muslos perfectos y hasta aquel momento inmóviles. Entonces, como un sueño en la niebla, al alejarse hacia el Palace los muslos entintados, se materializó ante él la muerte, vio que al fin el siglo XIX había muerto en Madrid. Así lo dejó anotado en su memoria.

Hombre precavido

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Hombre precavido, no espera más de una revelación por día, pasa después al interior y, apoyados los codos sobre la barra, repite en síntesis su experiencia mirando alternativamente a derecha e izquierda: "Ha muerto el siglo XIX..., ha muerto el siglo XIX...Hoy le vemos ya muy tarde (la noche entra en hielo y en navajas), arqueando la espalda contra la pared, por ver si llegan y él entiende, los sabios oficios del azar. A su lado transitan las avispas dialécticas, la vendedora de rosas clónicas y los sexos que sonríen o imploran desde su caverna por un amanecer más cálido.

Del interior surgen músicas y luces. La calle queda vacía como el vaso que sostiene en su mano, ácida y ajena como una habitación de hotel. Al entrar recordó unos versos de Yorgos Sarandaris: "Las aves que oíamos / no eran pájaros. / De pronto se convirtieron en vientos / que nos enloquecían". Pero no les dio importancia.

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