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Tribuna:LA ARBOLEDA PERDIDA
Tribuna
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El contestador automático

No siempre he tenido un contestador automático. Lo tuve durante más de 16 años en Italia; después en Madrid, en dos casas distintas, cuando regresé a España en 1977.Y ahora, a mi nueva casa, acaban de enviarme otro. Dios, o Marx, creo, van de nuevo a salvarme.Para un poeta que todavía tiene que vivir sentado una gran parte del día, saliendo poco al exterior, volver a tener un contestador automático es una salvación. Ahora, en este momento, me traen uno, nuevo, blanco, pequeño, maravilloso. Estoy sentado ante él como ante un libro casi cuadrado, de pastas brillantes, o ante un objeto que va de pronto a romper sonando una bella música.

En cuanto me lo han traído, me dispongo a manejarlo. Tendré, primero, que grabar el mensaje saliente. Me dispongo a ello, creyendo acordarme de cómo se hace. Leo las instrucciones. Dicto mi mensaje: "Le responde el contestador. Puede dejar grabado su mensaje después de escuchar la señal. Gracias". Creí que lo había grabado bien, siguiendo al pie de la letra las instrucciones. Al cabo de un rato, por primera. vez, del contestador, sin levantar yo el auricular, salió una voz enfurecida que maldecía al aparato, refunfuñando de mala manera: "Se escucha su voz y su mensaje cuatro o cinco veces, y luego, cuando usted levanta el micrófono, ya no se le escucha nada, sucediendo lo mismo si se le vuelve a llamar". Después de un rato oigo la llamada de otro que dice: "Está usted perdido con ese maldito aparato. Tendré que escribirle".

Trato de arreglarlo yo solo. Grabo de nuevo el mensaje. Llaman. Escucho. A pesar de escuchar mi voz, diciendo lo mismo repetidas veces, oigo: "Quisiéramos invitarle a usted para que fuera a Éibar con el fin de presentar, o recitar, no sé qué cosa, pero con ese maldito aparato no puedo explicar bien lo que quiero".

No le pude contestar. Llamé a un amigo que entiende de contestadores. Parece que me lo va a arreglar. Ahora llaman. Alguien me dice: "Queremos su opinión sobre Salvador Dalí". Escucho. Pero no contesto. Pasa un rato. Llaman de nuevo: "Usted conoció a Salvador Dalí. ¿Qué puede decirnos de él?". No vuelvo a contestar. Durante todo el día y parte de la noche me llaman para lo mismo.

Por fin respondo, ya muy tarde. "Cuando Dalí era muy joven, le conocí junto a Luis Buñuel y García Lorca. Era en la Residercia de Estudiantes, en donde salí se había establecido para estudiar, como su padre quería, a carrera de pintor". "¿Y qué más: "No lo sé". "Sé muy poco más".

¿Algo más?". "No lo sé". Cuelgo. Pasan uno o dos días. Me vuelven a llamar. "Oiga. Usted que fue amigo de Dalí, ¿qué opina de un testamento?. "No le puedo decir nada. No lo conozco". Pa 3an otra vez uno o dos días. 'Ahora se conoce el testamento de Dalí. ¿Cuál es su opinión?'. "Sigo sin conocerlo". "Pues que deja toda su obra al Estado español". "¡Ah!". Cuelgo. Me llaman otra vez: "¿Sabe que Dalí no deja nada a la Generalitat? ¿Qué opina usted de esta última jugada de Dalí?". "Pues opino que es un cerdo. No ter go más que decir. Creo que lo he dicho todo". "Bien, gracias". ¡Señor! Tengo que escribir ,ste artículo, tengo que dibujan la cubierta de un disco, tengo que salir para ver El alcalde de Zalamea... Me llaman de nuevo: "Quedamos en que me concedería usted una entrevista. Soy una estudianta". Le contesto: "Bien, comience a preguntar Tienes que grabar exactamente lo que te diga, porque si no me escribirás tú lo que te dé la gana". "Bien. Lo voy a grabar. Es para una tesis mía sobre usted". 'Bueno. Estoy ocupadísimo., pero grabaremos no más de una hora". La estudianta me pregui,tó las cosas más inocentes, mís confusas o más difíciles... Se las contesté todas, nos despedimos cordialmente. Pero me lla na de nuevo. "Estoy muy contelita, pero, señor Alberti, me tiene usted que perdonar. La entrevista apenas si la entiendo. Mi magnetófono ha grabado muy mal. ¿Podríamos repetir los principales trozos ahora?". '¡Oh!", le respondo solamente.

Quiero pensar que este contestador está loco, que funciona mal para mí. ¡Qué desastre! Solamente me proponen cosas para perder el tiempo. Ya en escucharlo o cogerlo algunas veces llevo perdidas hoy varias horas. Como estoy pagando la novatada del nuevo contestador me llevo escuchando casi todas las llamadas, y esto me hace perder el tiempo. Algunas son insultantes, como ésta: "Se ha vuelto usted un señorito andaluz de mierda, que no lee las cartas ni las contesta, y así pueden seguir matando a miles de iraquíes...". Ésta ha sido la llamada más bestia... Pero yo no tengo la culpa de no poder leer las muchísimas cartas y telegramas que recibo a diario. Estoy preocupado y triste. No sé qué hacer. No sé si deshacerme del contestador y del teléfono, si buscar a un secretario (con el que me pasaría, estoy seguro, hablando todo el día de las cosas más fútiles).

No es que yo quiera no cumplir ni estar atento, como debo, a tantas cosas... Es que no puedo soportar tantísimas imbecilidades ni tantas entrevistas anodinas, ni tanto Federico ni tanto Dalí... ¡Me voy! Estoy preparando mis cenizas, eligiendo en secreto a las personas que han de ir al centro de la bahía de Cádiz, para esparcirlas allí, desde el vaporcíto Adriano IV. Las llevarían en una copa de madera, arrojándolas en medio del golfo gaditano, si es posible en un día calmo, sin levante... Eso estará bien. No quiero descubrir los nombres de los que las llevarán. Les pediré -lo dejaré escrito- que no hablen nunca de ello. Navegarán sobre mí. Puede ser que alguna partícula de ceniza se cuelgue en la bella melena de alguna bañista. Ya no existo: puedo estar en la cresta de una ola, como en el sexo de una sirena. No tendré ya ninguna edad, amor. Mas viviré siempre en un vaivén marinero, pues las cenizas, según parece, no pueden deshacerse nunca. Tal vez tengan memoria y corran en mis leves oídos, aunque a través del acompañamiento de las olas, recordando aquel contestador automático que odio y amo tanto desde que era un poeta en tierra sobre la tierra.

Rafael Alberti.

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