El último espectáculo
Hace días asistí al último espectáculo protagonizado por Dalí.De todos quienes le conocimos bien es sabido que él nunca quiso preparar, prever, diseñar de antemano ninguno de sus happenings. Los concebía, los escenificaba y actuaba histriónicamente en ellos, organizando el caos espontánea e improvisadamente. Por eso tal vez sus espectáculos -como su museo, concebido como espectáculo en permanente gestación y funcionamiento- nunca fueron perfectos, pero, eso sí, siempre estimulantes, siempre cargados de ideas destellantes, siempre en cierto modo mágicos, a veces transgresores, heréticos incluso. Hoy, sin embargo, aun estando de cuerpo presente, el espectáculo, su último espectáculo, fue, es cierto, caótico, desordenado, descuidado, como todos los suyos, pero su espíritu ya no estaba ahí para convertirlo en magia. Fue simplemente un pobre espectáculo bobalicón, santurrón y palurdo.
De hecho, eso le ha ocurrido a Dalí por no querer controlar a tiempo el espectáculo de su muerte, uno de los pocos que él debió haber planeado minuciosamente y que debió en su momento hacer público para que todo el mundo supiera que al que asistimos atónitos, desconcertados y finalmente indignados aquella tarde no tenía nada, pero nada que ver, con Dalí. Comprendo que estos últimos meses, en la vivencia paradójica del deseo de descansar por fin y del espanto que siempre le causó la muerte, él no estuviera para festejos. Pero si siempre has escenificado tu propia vida día a día, no tienes más remedio que escenificar tú mismo tu propia muerte si no quieres que otros lo hagan sin pudor por ti. Porque, por ejemplo, veamos:
1. Dalí deseó siempre, y así lo expresó a varias personas desde hace años, que de él se conservara una máscara de bronce moldeada sobre su rostro recién inmovilizado por la muerte; pero le embalsamaron sin más consideraciones y le maquillaron como a Adolf Menjou, mucho antes de que se pudiera hacer un trabajo bien hecho, como le hubiera gustado.
2. Dalí deseaba, y así lo expresó una y otra vez a mucha gente desde hace años, yacer al lado de Gala en el castillo de Púbol, cual rey al lado de su reina; pero le han enterrado solo, lejos de ella, en una fosa excavada a toda prisa, al son de un disco ondulado.
3. A Dalí siempre le habían gustado los rituales religiosos -recuerdo muy especialmente el Misterio de Elche-, los verdaderos, los de antes, con velas, incienso, cantos gregoríanos y rezos en latín; ¿pero qué habría pensado de la ceremonia sin fasto y sin misterio, funcional y expeditiva, del cura políglota que ofició más para las cámaras del mundo entero que para lo que se ofician los funerales; de las funcionarias que leyeron discursos ecologistas, pero, sobre todo, de esa inesperada beatificación del hermano Salvador, convertido, por obra del oro que él encarna y produce, de pecador obstinadamente impenitente en santo? La idea en sí podría haberle gustado por lo que contiene de herejía, pero no, como fue, por reducirle a la ramplona beatería de quienes procuran a toda costa,condenarle a ser una oveja más del rebaño.
Al parecer, el alcalde de Figueres (un señor que, por ironías del destino, se llama Lorca...) fue el único testigo del espectacular cambio de deseos de Dalí en la sala de cuidados intensivos de la clínica Quirón de Barcelona. Independientemente de que este cambio pueda redundar en una buena idea, y de que es cierto que Dalí, en su constante voluntad de sembrar el caos y el desconcierto a su alrededor, haya podido confiar tan íntima petición a un funcionario municipal, ¿desde cuándo la palabra de un alcalde ha pasado a ser dogma? La pregunta que se formula casi automáticamente a continuación es: ¿quién o quienes o qué salen económicamente más beneficiados por el hecho de tener a Dalí embalsamado por 200 años en su museo de Figueres? No me extraftar a que rondara por alguna cabeza perversa la idea de, andando el tiempo, colocar, en lugar de la insípida lápida que ahora lo recubre, un cristal por el cuaI, durante 200 años, el público ya abundante que visita el museo pueda contemplar la reliquia de Dalí maquillado de Adolf Menjou. ¡Doscientos años de beneficios asegurados!
Tal vez sólo sondeando en estos interrogantes podremos saber un día por qué la celeridad y la eficacia con que se actuó en las primeras horas después de la muerte de Dalí, esas horas definitivas, las de las grardes decisiones irrevocables degeneró luego, una vez instlado Adolf Merijou en su capilla ardiente y asegurado ya su nuevo destino, en esa cínica ceremonia religiosa y en ese desordenado entierro de pacotilla
De hecho, es probable que ésta resulte a la larga una función en varios actos. Terminado el primero, estamos asistiendo ya al inicio del siguiente: una vez debidamente exculpado y beatificado Dalí, con el siempre más evidente objetivo de que siga produciendo oro sin que nadie sienta el más mínimo asomo de reserva moral, casi todos, hasta alguno de sus más cer,-anos colaboradores hasta ayer, sienten la necesidad de inmolar a alguien en el altar de los hoscos intereses. Y, como siempre, el inmolado será aquel que menos razones tendrá para serlo y que, por ello, no habrá tomado, ni sabrá tomar, las suficientes precauciones en contra del linchamiento. Es tradición que allí donde reluce el oro se desatan las pasiones más canallas.
El caso es que el juicio sumario ha empezado ya, y, no me extrañaría, de no acudir a tiempo quienes deberían acudir para que, éste pase al menos a ser un juicio imparcial, ya sea demasiado tarde y la cabeza del chivo expiatorio ruede ya por las conciencias de muchos. A veces, fijando la atención en el tonto útil que más habla y más condena se puede detectar a tiempo de dónde proviene -y por qué- la orden de eliminar al hombre que sobra lo antes posible y con el consenso general de la gente mal informada.
En fin, ¿qué nos deparará las siguientes entregas de esta historia? Sígannos atentos, porque lo seguro es que mucho nos queda por ver.
Antes de terminar, no obstante, me gustaría solidarizarme con la gente que hizo cola durante dos días para ver a Dalí en la capilla ardiente. Junto a algunos de los antiguos compañeros de aventuras artísticas y personales que acudieron, pese a un rechazo evidente proveniente de no sé sabe qué lugar, la participación obstinada de esa gente en el espectáculo fue lo único auténticamente daliniano. La gente desfilaba ante él corno dividida entre el respeto y la perplejidad, sin saber si venerarlo como a un santo, si rendirle homenaje como a un rey, si besarle la frente como a un amigo, si escupirle como al impío que realmente fue o si contemplarlo a secas, como a King Kong. Esa misma gente que abarrotó las calles de Figueres para verle pasar por última vez y que perpetuará su memoria porque, sin conocer muy bien los motivos, le está agradecida por algo que no sabe definir, pero que le gratifica sin duda de alguna manera.
Y ahora, por supuesto, la nota sentimental. Ante la ¡mprovísada lápida desnuda, cuando habían salido ya las autoridades, quedamos algunos debajo de la cúpula geodésica mirando el vacío, como a la espera de algo que estaba escrito que no ocurriría. A un lado vi a Arturo, "el chófer", quien derramaba las únicas lágrimas que acompañaron a Dalí, y al otro, justo enfrente, del brazo de una amiga, estaba Luis XIV, aún bella y elegante, con la mirada incrédula, como preguntándose si allí dentro yacía realmente aquel a quien, ella sí, conoció tan bien. Alteró su inmóvil tristeza para inclinarse ligeramente y dejar encima de la lápida un homenaje póstumo al artista: un humilde ramito de mimosas secas.
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