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La brecha

Entre otros efectos de tanto o mayor calado, la convocatoria de la huelga general abrió una brecha profundísima en la familia socialista. El éxito impresionante del 14-D -no me podía creer lo que vivimos los españoles en tan memorable jornada- me hizo albergar la esperanza de que los socialistas colocados a uno y a otro lado de la barricada estábamos condenados a entendernos. Unas palabras que me dijo el presidente del PSOE en un encuentro fortuito -de un enfrentamiento entre partido y sindicato no podía salir nadie ganador, porque, si lo hubiere, estaba claro que los perdedores serían ambas organizaciones- arroparon de nuevo mi esperanza. Es difícil mantenerla después del último comité federal; sin embargo, nadie de izquierda estará dispuesto a dejarse arrastrar por una irracionalidad que sólo se convierte en racional desde una óptica de derecha pura y dura: seguir avanzando en la consolidación de una sociedad capitalista, eliminando, y, si no se puede, al menos reprimiendo, a todas las fuerzas y organizaciones sociales que se opongan a su lógica.La brecha que se abrió con la convocatoria de la huelga, lejos de entrar en vías de cerrarse al tomar buena nota de su significado, ha crecido a dimensiones abismales. Y esto es objetivamente malo para los socialistas, para la izquierda en general, y pienso que también para España, que sigue necesitando, como agua de mayo, una pasada por la izquierda.

En situación tan grave no conviene, como es uso en las polémicas políticas, distribuir los papeles de buenos y malos: cada cual es responsable de sus palabras y de sus actos. Lo que ahora importa es hacer explícitas las causas de la contienda, en el convencimiento de que no se trata de una querella interna, sino de una cuestión que a todos atañe, dada la función de eje vertebrador que en la política nacional desempeñan los socialistas.

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Que al Gobierno le cogiese la convocatoria de sorpresa es el dato del que ha de partir cualquier análisis; no ya porque explica su torpísima reacción, factor que contribuyó decisivamente al éxito de la huelga, sino porque revela elementos esenciales del conflicto. Dos supuestos abonaban la idea de que el sindicato socialista nunca se atrevería a dar un paso preñado de tan graves consecuencias. El primero, la inoportunidad del momento: una política económica correcta estaba dando los frutos esperados. Convocar una huelga general cuando las cosas marchan bien no sólo es desmesurado, al intentar matar a cañonazos los mosquitos de las pequeñas diferencias (Plan de Empleo Juvenil, el triste final de la negociación con los funcionarios, un punto más o menos en las pensiones), sino suicida: la gente, encadenada al consumismo -nunca se habían vendido tantos coches-, no parecía dispuesta a correr el menor riesgo personal por algo tan etéreo y abstracto como la política económica del Gobierno, máxime cuando los medios de comunicación, liasta los más hostiles, la califican de buena. Los sindicatos, en su impotencia, daban un paso enormemente arriesgado que no sería difícil desmontar con una buena campaña de disuasión.

El segundo supuesto se basa en la experiencia colectiva que ha mantenido unidos a los socialistas desde que el actual equipo e hizo cargo de la responsabilidad del partido, todos aquellos que se han atrevido a oponerse a la dirección han perdido la partida. En los últimos años, disentir en algún punto no ya enfrentarse abiertamente la política realizada, equivale a un su, icidio político. Cierto que la UGT, desde 1984, había mostrac o en una serie de declaracione; tímidas, y luego con comportamientos más contundentes, su desacuerdo con la política social del Gobierno, pero parecía absurdo que decidiese inmolarse por un idealismo trasnochado, dispuesta a asumir las consecuencias seguras que llevaría consigo el enfrentamiento feroz que provendría de convocar nada menos que a la sociedad contra el Gobierno.

El principio jerárquico de organización exige premiar la sumisión y castigar el menor gesto de independencia, pero también permite establecer en cada momento an dogma indiscutible: imponer el marxismo o borrarlo; declararse comedidos antiotanistas u otanistas de pro; defender la empresa pública o criticarla; considerar al sindicato un instrumento capital del proyecto socialista o tildarlo de organización retardataria que se opone al verdadero progreso social. Cuanto más rígida la organización, mayor la necesidad de establecer dogmas. Sólo cuando se han unificado todas las voces en la de la dirección las marginales que desentonen pueder parecer deslegitimadoras; en una estructura democrática, a la que es consustancial la variedad infinita de voces y matices, la diferencia legitima y la repetición unísona de un mismo mensaje deslegitima.

El dogma actual consiste en creer a ciegas en la bondad intrínseca de la política económica realizada. No tiene el menor sentido cuestionar dogmas con argumentos y razones. Lo decisivo es caer en la cuenta de que la dogmatización es consecuencia del principio jerárquico de organización y que es éste el que hoy imposibilita un acuerdo razonable con el sindicato. El diálogo sindicato-partido-Gobierno no ha podido producirse en cuatro años de intentos fallidos porque faltan las condiciones mínimas para una discusión democrática. Al que disiente no le queda más que ceder o asumir el enfrentamiento con todas sus consecuencias. Sumisión o confrontación son las únicas salidas programadas en el actual modelo de organización. El choque adquiere otro carácter cuando los que se enfrentan con la dirección ya no son individuos aislados o grupos minoritarios, sino otra dirección que cuenta con una organización propia.

El éxito de la huelga, al robustecer al sindicato, ha hecho todavía más profunda la brecha que le separa del partido. Lejos de reconsiderar las causas del enfrentamiento -que, insisto, radican en el modelo jerárquico de organización-, el partido parece dispuesto a defenderlo a ultranza, aun a riesgo de que conlleve a corto plazo el desafecto de las clases trabajadoras y a la larga el desmoronamiento de todo el proyecto socialista. Con tal de dejar ciegos a los que, como último recurso, han tenido el atrevimiento de enfrentar a la sociedad con el Gobierno-partido, contribuyendo así decisivamente a su deslegitimación, prefieren quedar tuertos, sin que les pase por el magín que ellos también podrían perder los dos ojos. Al que haya olvidado que sobre esta tierra todavía se extiende la sombra de Caín, no saldrá de su asombro ante tanta irracionalidad. La única esperanza: no me parece creíble que la base y los cuadros medios del partido asistan impasibles a su propia destrucción, dispuestos a perder un ojo, y si se tercia los dos, con tal de derribar a los que han osado decir basta.

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