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La jaqueca de John Wayne

Enrique Gil Calvo

El conflicto PSOE-UGT pone en peligro el futuro bienestar de las clases trabajadoras, porque amenaza gravemente la creación de empleo que acaba de iniciarse. Enfrentados en el clásico dilema del prisionero, Gobierno y sindicatos se revelan incapaces tanto de pactar como de vencer. Desde una óptica progresista, cabría pedirles responsabilidades. Pero parece más útil buscar salida al círculo vicioso en que nos han encerrado a todos.Una cosa es la política económica óptimamente eficiente y otra muy distinta la política económica socialmente posible. Entre una y otra frontera existe una distancia que ha de ser políticamente salvada por el Gobierno. Y existe margen de maniobra para ello: no porque lo eficiente sea negociable, sino porque lo posible es aleatorio e imprevisible. La frontera de lo eficiente es un dato previo inamovible, porque existe una sola combinación de los recursos disponibles que sea capaz de maximizar su asignación, eficiente. Y la frontera de lo posible es variable, porque depende de las expectativas racionales de los actores, que se van modificando en función del libre juego de sus interacciones; tras el éxito de una huelga general, o tras el fracaso de una negociación crucial, las expectativas de unos y otros cambian. Es, pues, en el margen de variación de lo socialmente posible donde el Gobierno puede actuar.

¿De qué depende o cómo lograr que la frontera de lo posible se aproxime a la frontera de lo eficiente en vez de distanciarse? Simplificando, de dos factores. Primero, de la percepción que tengan los actores; la información o incertidumbre que posean sobre el curso futuro de los acontecimientos determinará su conducta, pues sólo actuarán en función de aquellos escenarios que les parezcan más probables. Y segundo, de la resistencia que opongan al efectivo cumplimiento de lo percibido como probable. En consecuencia, el Gobierno, para aproximar lo posible a lo eficiente, debería actuar en ambas direcciones. Debe modificar la percepción de los actores en el sentido de que vaya resultando cada vez más verosímil la probabilidad de aproximación a lo eficiente. Y debe, además, prevenir las resistencias que tal aproximación alimente. Debe, en suma, dar una batalla tanto informativa como política.

El enemigo principal es la completa ignorancia que, en materia económica, aqueja a la opinión pública. A pesar de la moda de los nuevos ricos disfrazados de tiburones financieros, la superstición y el oscurantismo predominan todavía. Incluso conspicuos intelectuales, sedicentemente progresistas, alardean en público de no saber una palabra de economía. Sin embargo, no hace falta ser marxista para reconocer que la economía lo determina todo, en primera o última instancia. Desgraciadamente, la jerga de los tecnócratas -mecanismo gremial de defensa contra el intrusismo- resulta por completo incomprensible para la opinión pública, que constituye así una presa demasiado fácil para la demagogia de los sindicalistas carentes de escrúpulos para vender gato por liebre, afirmando que dos y dos son veintidós ante una audiencia tan ignorante como crédula. Este grave retraso mental que sufre el pueblo español debe ser tenido en cuenta por el Gobierno a la hora de explicar su política. Puesto que su adversario sindical no utiliza la jerga tecnocrática, sino que habla en plata -al pan, pan, y al vino, vino-, el Gobierno debería hacer lo mismo, y explicar que hay que crecer el e oble que los europeos, puesto jue nuestro desempleo duplica el suyo, y que para ello hay que reduplicar la moderación salarial. Es decir, a la demagogia de la reivindicación salarial y la redistribución de la renta tan eficazmente vendida por los sindicatos, el Gobierno debe oponer la demagogia de la redistribuución del empleo y la solidarilad con los inactivos y desempleados.

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Pero ¿cómo vender austeridad en época de reactivación? Una exigua fracción de propietarios profesionales urbanos se está enriqueciendo mientras el resto de rentas resulta casi congelado. Ante esta frustrante percepción, los sindicatos lo tienen muy fácil frente a la opinión pública laculpade todo la tiene el Gobierno, que permite y encubre tinta especulación. Y el Gobiernto responde a la defensiva con un reflejo mimético la culpa de todo la tienen los sindicatos, que quieren traicionar al partido socialista derribando su Gobierno.

Sin emibargo, es un error intentar que la gente se crea que la culpa de todo la tengan los sindicaios. Incluso aunque fuera verdad -lo que no debiera ser el caso-, el intento de convencer le ello al público estaría de antemano condenado al fracaso. Pero no porque resulte inverosímil una versión conspirativa de la historia -que, por el contrario, siempre encanta a cualquier audiencia sedienta de relatos-, sino porque, aquí y ahora, -resulta mucho más creíble que los malos sean Boyer y sus yuppies especuladores que Nicolái Redondo y sus piquetes informativos. La opinión pública sabe que John Wayne siempre es bueno, aunque se tome la justifica por su mano, y que el banquero es siempre el malo aunque tenga la ley de su lado.

En , lefinitiva, el Gobierno debe reconvertir su argumentación y hacer ver que las reivindicaciones sindicales no son la causa de nuestros males, sino sólo uno de los síntomas o efectos preducidos por otra causa más profunda la existencia secular de una grave escasez de empleo. Semejante escasez, al no poder ser ya compensada por la emigración, como sucedía antes, genera y desencadena toda la actual conflictividad social, uno de cuyos síntomas visibles es la protesta sindical. Por tanto, para atajar el mal no hay que atacar al síntoma reactivo -la protesta sindical-, sino a su causa profunda: la escasez de empleo. Las jaquecas no se curan cortando cabezas.

Es preciso abrir un debate nacional que nos permita enfrentarnos a los hechos: mientras la mitad de los europeos tiene empleo, sólo un tercio de los españoles está ocupado. ¿Cómo sorprendernos de que semejante desequilibrio estructural produzca conflictividad? ¿Por qué hacer recaer todo el peso de este histórico desajuste sobre los trabajadores actuales y no sobre los futuros o pretéritos? Hay que crear cinco millones de empleos. Para ello hace falta crecimiento acelerado, lo que exige austeridad, ahorro e inversión. Esto es i mpopular, pues acarrea renuncias y sacrific'os. En consecuencia, genera fuertes resistencias, desencadenadas por los agravios comparativos.

Todo proceso de cambio estructural produce como reacción determinadas resistencias en aquellas partes del sistema que amenacen experimentar pérdidas relativas. Para gobernar ese cambio hay que reconducir esas resistencias, reconvirtiéndolas en sentido compatible con la dirección del cambio. Si la resistencia sintomática es descalificada como negativa, resulta reforzada y se impide el cambio. Pero, si se logra redefinirla como positiva y necesaria, pasa a sumar sus fuerzas en sentido favorable al cambio. Es preciso hacer de necesidad virtud.

Hay que reconocer que resistencias como las sindicales forman parte de los esfuerzos necesarios que hay que soportar para salir de la crisis: no podemos ahorrarnos hoy el cáliz de la resistencia sindical, como no pudimos en su día evitar apurar el cáliz de la resistencia bancaria o militar. Por ello, conviene presentar su pasión como útil y funcional: gracias a la resistencia opuesta por los sindicatos lograremos, paradójicamente, superar la crisis.

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