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Tribuna:REPRESIÓN POR EL CONSUMO DE DROGAS
Tribuna
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De la apertura de los anos y vaginas y de la cerrazón de los cerebros

Las nuevas órdenes-instrucciones emanadas de la Fiscalía General del Estado en materia de represión del consumo de drogas merecen en cierto modo haber sido publicadas por EL PAÍS precisamente el 28 de diciembre. A veces la poca imaginación de nuestros dirigentes se traduce en acciones que rozan la pura bufonada, y aunque la gravedad del tema que nos ocupa la colocaría en situación de pésimo gusto, hubiese sido preferible que de una inocentada se tratara.La interpretación del fiscal especial para la prevención del tráfico ilegal de drogas, de la que el fiscal general del Estado se convierte en paladín, no sólo comporta -como señala con toda claridad Perfecto Andrés Ibáñez en su artículo aparecido el mismo día- una aplicación inmediata de actitudes penales involutivas y reaccionarias, situadas en la órbita del concepto más insolidario de seguridad ciudadana, sino que es fundamentalmente una auténtica tomadura de pelo.

Ni la invocación del artículo 17 del Pacto de Nueva York para justificar el evidente atentado al derecho a la intimidad personal y a la integridad moral contenidos en el artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y en los artículos 15 y 18 de la Constitución Española, ni la invocación que también se realiza del artículo 43 de la Constitución para justificar las exploraciones anales y vaginales en tutela del derecho a la salud, pueden ser tomadas en consideración prescindiendo del ambiente de hipocresía, e incluso de cinismo, que envuelve todo planteamiento pretendidamente pragmático-represivo en la materia.

No es necesario extenderse en una impugnación estrictamente jurídica de las argumentaciones vertidas por la fiscalía. Baste recordar el carácter de derecho su perprivilegiado de que goza el de la intimidad personal y el de la integridad moral, a los que la Constitución sitúa en el nivel máximo de protección y de exigibilidad y el carácter absolutamente restrictivo, excepcional, puntual e individualizado que tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Europeo dan a cualquier limitación de estos derechos.

Inadmisible ligereza

Es, pues, de todo punto inadmisible la generalización y la ligereza con que se argumenta por la fiscalía la adopción de las medidas, máxime cuando en este país tenemos una estructura del ministerio fiscal, en unos casos precaria, en otros indolente, que reporta con frecuencia la falta de actuación garantista y el dominio de la fase instructora por la policía.Pero no es éste el problema central, y el fiscal general del Estado lo sabe. También lo conoce perfectamente el fiscal especial para la prevención del tráfico ilegal de drogas. Desgraciadamente, no es ése el problema. Es aquí donde juega la hipocresía inadmisible. Inadmisible por lo que implica de renuncia a actuaciones eficaces para combatir una lacra que con toda justeza alarma a la sociedad. Pero también inadmisible porque en vez de situar a las más altas instancias jurídicas del Estado en un quehacer positivo para el desarrollo progresivo de los derechos y las libertades -como ordena el artículo 9.2 de la Constitución-, las sitúa una vez más en el marco opuesto.

Si lo que de verdad quiere proteger el ministerio fiscal es el derecho a la salud que él mismo invoca, que tenga en cuenta que ese derecho a la salud mal puede protegerse por una actitud casi exclusivamente represiva, centrada sobre todo en el consumidor y en el pequeño traficante, que son a quienes pueden afectar las nuevas medidas que se proponen. El combate contra las manifestaciones delictivas de la drogadicción es fudamentalmente un problema de enfrentamiento con los grandes narcotraficantes y con el mercado de la droga, y día a día los hechos nos demuestran la inutilidad de una política fundamentalmente represiva. Si lo que se quiere proteger es el derecho a la salud de todos los ciudadanos, el ministerio fiscal no debe olvidar, por ejemplo, que en lo que llevamos de año han muerto de SIDA, sólo entre los reclusos de la prisión Modelo de Barcelona, y según datos oficiales, más de 12 ciudadanos, consecuencia, entre otros factores, de la drogadicción existente en el interior de los centros penitenciarios, precisamente allí donde, por razones obvias, cualquier política represiva tendría el terreno abonado.

Cualquier política que sitúe la delincuencia por drogadicción en el ámbito de la mera represión penal está condenada al más contundente fracaso, y de continuar así las cosas, el estado de la cuestión constituirá una espoleta permanente al servicio del estallido de la frustración social o de la manipulación política del concepto conservador de seguridad ciudadana.

Síndrome de abstinencia

Todo el mundo conoce que la mayoría de las situaciones de delincuencia que se producen por la drogadicción tienen por causa una situación de carencia del drogadicto en el acceso a la droga; la casi totalidad de actos delictivos contra las personas y contra las cosas no se producen con otra causa o motivo que la obtención de los recursos suficientes para poder adquirirla en un mercado, no por clandestino menos conocido, cometiéndose casi todos esos actos de delincuencia en momentos límite, es decir, cuando las aptitudes físicas y mentales del drogadicto se encuentran seriamente perturbadas por el síndrome de abstinencia presente o venidero. Lo anterior plantea tres cuestiones esenciales. Primera: la causa real de delincuencia por drogadicción hay que buscarla en la actual situación del mercado de la droga y no en el drogadicto delincuente, que actúa mediatizado por esas condiciones de mercado. Segunda: el drogadicto delincuente es médicamente un enfermo, y cuando comete un acto delictivo, en la mayoría de las ocasiones se encuentra en un estado físico y mental lamentable. La situación actual de nuestras prisiones agrava y extiende las situaciones de drogadicción. Y tercera: el ciudadano normal tiene derecho a su seguridad personal, para lo que puede requerir del Estado una política eficaz que evite los riesgos que para su integridad física y patrimonial supone ese tipo de delincuencia, pero también necesita de una política eficaz que aleje el fantasma de la drogadicción de su ambiente familiar. Es evidente que las situaciones de drogadicción no se dan sólo respecto de las drogas prohibidas, sino también de las permitidas, y que las permitidas constituyen un riesgo para la salud, incluso superior al de algunas de las prohibidas. La razón fundamental de la menor incidencia delictiva del alcohólico respecto al heroinómano es la diferente situación de la droga respectiva en el mercado; es, en definitiva, la facilidad o no de hacer frente al síndrome de carencia y obtener el tratamiento médico.

Protección a la salud

Una acción política eficaz ha de ir destinada a la protección del derecho a la salud de todos los ciudadanos -incluidos los drogadictos- y del derecho a la seguridad personal y familiar. Para ello no existe otro medio -y pienso que es el mejor- que situar la drogodependencia en el ámbito de la salud y extraerla tanto como se pueda del ámbito de la represión penal. Considerar definitivamente al drogadicto como un enfermo, impidiéndole verse abocado a situaciones de carencia incontroladas, administrando la droga o su sustituto durante el tiempo terapéuticamente necesario para superar la enfermedad y con cargo al presupuesto público. Ése sí que sería un objetivo situado en el marco del artículo 43 de la Constitución, de protección del derecho a la salud, porque precisamente en la situación actual sólo las familias económicamente bien situadas pueden hacer frente a un tratamiento de desintoxicación, aunque médicamente deficitario y socialmente vergonzante, teniendo que recurrir en ocasiones a sectas semirreligiosas de dudosa solvencia en el tratameinto mental del enfermo. Y que no se diga que eso sería encarecer el presupuesto público, en primer lugar porque, aunque fuera cierto, merecería la pena, y en segundo lugar porque con una política coherente en la materia se reducirían los actuales costes económicos de políticas represivas o de asistenica social inconexas y anacrónicas.Claro que entonces ya no se trataría de buscar la papelina o las tres pastillas de ácido en los anos o vaginas del prójimo, sino que se asestaría un golpe mortal a los narcotraficantes y se establecerían las bases para un tratamiento médico igualitario y eficaz de la drogadicción. Y es que la auténtica represión penal contra la droga debe centrarse en hurgar en las carteras y en el dinero negro y no en las partes más recónditas de nuestros cuerpos. Pero esa falta de preferencias por golpear al mercado de la droga, al narcotráfico, puede que no sea sólo cuestión de cerrazón de cerebros, sino algo mucho más complejo y escabroso.

Rafael Senra Biedma es vicepresidente de la Associació Catalana de Juristes Demòcrates.

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