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Socarrón, callado y sencillo

Siempre que se nos muere un artista queda un vacío de aquello que supo crear, pero cuando se nos muere un artista de aquella generación, de los que vivieron la época anterior al 36, ese vacío se nos atraganta un poco más. Nos quedamos sin un testigo de una generación irredenta que en su gran mayoría se nos echó a perder de mala manera. Pero Cristino Mallo, para bien o para mal, nació en 1905 y vivió aquella maravillosa época en que los jóvenes -léase Miguel Hernández, César Arconada, Serrano Plaja, Eduardo Vicente, Enrique Azcoaga- iban a bañarse bajo el puente de Arganda con la tortilla de patatas y los filetes empanados, como escribió Cela, su amigo y paisano. Y en aquellas tardes de verano o en otras de charlas y paseos con los Ángel Ferrant, los Juan Manuel Caneja y los Alberto Sánchez, fueron creando un movimiento de vanguardia como nunca se había dado hasta entonces.

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En aquella época Cristino comenzó una obra fresca y nueva, unas veces por los caminos de un nuevo realismo, como El joven con pez, que ganara el concurso nacional de escultura de 1933, y otras veces hacia el surrealismo en obras que se perdieron pero que entroncarían con la línea de su hermana, la inimitable Maruja Mallo. Pero la guerra civil le cogió por medio y le interrumpió durante algunos años, viéndose obligado al único medio de exponer por entonces: las exposiciones nacionales, hasta que fue recogido como otros de su generación por aquellos Salones de los Once de Eugenio D'Ors. Pero no fue fácil su camino. Se le abrieron puertas, realizó múltiples muestras, sus obras fueron a parar a museos y exposiciones, pero nunca llegó a alcanzar la fama esplendorosa que hoy disfrutan demasiados y muchas veces sin tantos merecimientos. Pertenecía a esa generación maldita en la que era mejor no hablar a gritos, y su fama discurrió lenta, con un flujo suave y sin alharacas, con reconocimiento privado pero no oficial. Sólo hace unos pocos años tuvo su primera antológica en una entidad pública: el Museo Español de Arte Contemporáneo. Su fama, la de un gran escultor, fue como su vida: callada, tranquila, socarrona y sencilla. Así son también sus esculturas, demasiado hurtadas a la contemplación en una época en la que parece haberse olvidado los nombres de aquellos que durante muchos años mantuvieron vivos al arte español en épocas difíciles. Quizá su muerte sirva para despertar de nuevo el recuerdo de aquellos electriicistas, vidrieros, carpinteros, costureras, peluqueras, niño,, personajes entrañables de una obra intimista, popular, dule( y rotunda a la vez, que durante años fueron creando las manos y la sabiduría artística de Cristino Mallo.

Su escultura ha pasado impertérrita por las diferentes olas , movimientos que se han ido sucediendo. Pero nunca podremos decir que se ha quedado anclada en el tiempo. Conserva toda la frescura y la fuerza de lo que se hace de verdad.

Cristino Mallo ha supuesto en la historia de nuestra escultura a continuidad de la tradición figurativa, que pasa por encii ia del tiempo y que puede ser Y n punto de enlace válido entrc el pasado y las nuevas generaciones, para quienes qued a su su buen hacer y su alta calidad de escultor.

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