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Lapidario

Si la vanidad del escritor es inconmensurable, también es variada, como indica el espectrograma que va desde la megalomanía retumbante al silencio estruendoso de la modestia. Quizá lo da el oficio, que poco mas da.En el repertorio de los honores, aunque no tan bobo como el nombramiento de hijo adoptivo de la localidad, uno de los más simplones consiste en la colocación de una lápida en la fachada de la casa donde el literato nació, vivió o murió. Peor son las lápidas horizontales, aunque la lápida vertical y callejera sólo supla al honor municipalmente excelso del bautizo de una calle con el nombre del literato. Por su utilidad y uso cotidianos, ningún otro es parangonable, ninguno tan permanentemente propagador.

Entre entrar en la Academia o entrar en el callejero, la mayoría elegiría el rótulo en detrimento del sillón, ya que en ambos trabajos no hay que desriñonarse, pero el de calle proporciona más inmortalidad. Que se lo pregunten, en el cielo, al bueno de don Enrique Pérez Escrich, que en Madrid tiene calle, por el cementerio inglés de los Carabancheles, cuando ya hace algunos años que El infierno de los celos no aparece en la lista de las novelas más vendidas. Que se lo pregunten a la gente del cine, tan vanidosos ellos como el literato más literato, con apenas academia y con menos calles que un poblado del Far West.

Ahora que, además del toro somos Europa, parece lícito soñar con una auténtica comunidad cultural, solidaria, que se tradujera en Buñuel Road (de paso exportábamos la "ñ"), Querejetastrasse, Piazza Manuel Vázquez Montalbán, a cambio todo ello de calle de Federico Fellini, avenida de Rainer Werner Fassbinder y plazuela de Claude Simon. Puestos ya a un futuro esplendoroso, no debe olvidarse que por razones subterráneas el nombre de la calle puede coincidir con el nombre de una estación de metro, lo que eleva el honor a alturas de Parnaso. La representación de la literatura española en el nomenclátor de las estaciones del metro madrileño resulta escasa, pero es muy representativa de los géneros y épocas de nuestra historia. ¿A qué gloria más perenne pudo aspirar don Marcelino que a estación Meriéndez Pelayo en la línea 1, Plaza de Castilla-Portazgo?

Conviene, sin embargo, volver del sueño a la realidad, limitamos de todos los pueblos de España a Madrid, y de todas las artes y licencias, a la literatura. No sólo habremos de llevar durante seis meses a la chica de Agenor sobre los cuartos traseros y cogida a nuestros cuernos, sino que pronto los madrileños cargaremos encima con la capitalidad europea de la cultura, lo que, se quiera o no, obliga.

La previsible proliferación de cursos de primavera-verano, de mesas redondas, seminarios y corferencias, guateques y monografías puede acabar en esta capital cultural con los pocos restos de literatura no universitaria que le van quedando. Se comprende que colmar el callejero con nombres de escritores, como si se tratase más de un catálogo editorial que de una urbe, tropieza con una doble y dura competencia. Por una parte, el siglo XIX ensanchó la ciudad y copó la nomenclatura del callejero; por otra, hay que admitir la secular preferencia de la municipalidad madrileña por los noimbres de santos y héroes, principios de la iglesia príncipes de la milicia, tribunos y líderes, a la hora de llamar por sus nombres a las vías públicas.

Pero que no se alegue falta de fachadas. Fachadas sobran, y muchas mejorarían con una artística lápida de piedra de Colmenar. Lo que se necesita es visión de futuro e información puntual, que ningún escritor rehusaría facilitar. No hace muchos días se descubrió una lápida en 12 casa natal de Lina Morgan, loable realización que han aplaudido, con el de La Latina a la cabeza, todos los barrios de España. Pues bien, en la siguiente casa de la misma acera de la calle de Don Pedro vivió durante años Pedro Salinas, nacido en la cercana calle de Toledo, en finca que ya no existe, y, por si no fuera bastante, poeta Aprovechando para el número 6 el viaje de los albañiles al número 4, el señor alcalde podría haber inaugurado de una tacada el homenaje a la estupenda actriz y el recuerdo del gran escritor.

Por supuesto que más vale ser lapidado en vida que muerto. Es notorio que las palabras vuelan y los escritos permanecen, pero hasta las páginas inmortales padecen años de olvido, mientras que las lápidas y los nombres de las calles, salvo en alguna de las bautizadas por dictadores y tiranos, ahí quedan para ilustración de la posteridad. Nada importa que la posteridad acabe por suponer que Hilarión Eslava, por ejemplo, fue un empresario teatral, o que la princesa de la calle fue la Bella Durmiente. O que San Vicente Ferrer, sencillamente, fue siempre una calle con excelentes bares. Cada uno consigue su cuota de eternidad como puede, y para un literato no hay eternidad más duradera que dejar su nombre al aire.

Por todo lo cual, y como ya se habrá adivinado, confieso que me haría una ilusión enorme que por lo menos colocaran una lápida conmemorativa en mi casa natal del barrio de Lavapiés. Con independencia de que mi celebridad traspasaría por fin las fronteras del barrio de Argüelles, resultaría, hasta sin maceros ni banda municipal, un acto emotivo, muy humano y propincuo a la capitalidad cultural que nos acecha. Tampoco somos tantos los vecinos, aun contando con los del cine, en comparación con las fachadas que todavía siguen desnudas de gloria. Me conozco y sé que iría todas las tardes, que me quedaría mirando durante horas la lápida, hasta que me lapidificase, hasta que se me pusiese cara de fachada. Un siglo después ya me importaría menos, estoy seguro, que unos listos derribaran el edificio y, con él, mi fama, para remodelar la zona y mejorar la calidad de vida y de literatura.

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