París vale un acuerdo
LA CONFERENCIA de París ha producido finalmente, no sin grandes esfuerzos por superar las diferencias, una declaración que supone un serio paso adelante hacia la erradicación de las armas químicas en todo el mundo. Después de reafirmar la vigencia del protocolo de Ginebra de 1925 sobre la prohibición de utilizar tales instrumentos bélicos, los 149 Estados participantes han decidido ir aún más allá y llamar a la elaboración de una nueva convención internacional que prohíbala fabricación y el almacenamiento de ese tipo de armas y que estipule la destrucción de las existentes. Después de días de angustia como consecuencia de contradicciones que parecían insuperables, los objetivos de la Conferencia han sido alcanzados.En la sede de la Unesco de París se ha asistido a la afirmación -realmente importante por el número de participantes- de una voluntad política. Ahora se trata de traducirla en actos. No será fácil. Si se considera que la meta esencial es la total eliminación de las armas químicas -que representa sin lugar a duda un anhelo sentido por todos los pueblos de la tierra-, queda por recorrer un camino largo y plagado de obstáculos.
En la base del éxito de la Conferencia ha jugado un papel destacado la profunda repugnaricia que provoca en la conciencia de los seres humanos la utilización de las armas químicas (gases tóxicos, muertes por envenenamiento, plagas contra los cultivos, etcétera). Se pueden invocar frías razones militares para decir que otras armas pueden causar rriás daño y, además, son mucho más costosas. En abstracto, esto es literalmente verdad, pero ese miedo atávico hacia los gases tóxicos representa un sentido común de la humanidad de un valor superior a cualquier cálculo militar.
En el trasfondo de las negociaciones entre los Gobiernos sobre las armas químicas existe también cierta dosis de hipocresía que no hay que ocultar. Los países industrializados, que disponen de armas avanzadas tremendamente destructivas, como las nucleares, no se debilitan con la eliminación de las armas químicas. Su superioridad con respecto a los países del Tercer Mundo puede aumentar. Por ello no carecía de justificación la tesis de los países árabes que, partiendo de la posesión por Israel del ingenio nuclear, demandaban que se ligase, en la declaración de la Conferencia, el desarme químico al desarme nuclear. Al final, una fórmula más vaga, hablando del proceso general de desarme, ha logrado el consenso general. Los países árabes han dado prueba de moderación con el objeto de llegar a un resultado positivo, a lo que ha contribuido sin duda el papel eminente que Egipto vuelve a desempeñar entre ellos.
El rasgo más notable de la Conferencia de París es que, por primera vez, un debate sobre un aspecto concreto y decisivo del desarme ha tenido lugar con una participación amplísima de países del Tercer Mundo, y ha desembocado en un texto consensuado. De ello se desprende una experiencia aleccionadora para los países industrializados, y en particular para aquellos que se muestran remisos a abordar con espíritu audaz y radical las nuevas etapas del desarme. Sobre el aspecto específico de las armas químicas, el consenso ha sido posible colocando a la máxima altura el techo del desarme proyectado.
Con vistas a la elaboración de la nueva convención, el punto decisivo será el del control. Aquí surgirá de nuevo la hipocresía que muestran, al tratar sobre armas químicas, no pocos Gobiernos. Se habla mucho de la dificultad de controlar su fabricación; pero ello se debe en gran parte al deseo de preservar secretos de tipo industrial por motivos económicos. Es obvio que estos intereses habrán de ser sacrificados si se quiere un sistema eficaz de control, con inspecciones in situ imprevistas, como las que se aplican ya en el tratado sobre misiles nucleares de alcance medio.
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